Salvador
Camarena.
El informe
de gobierno del domingo cerrará el año 1 del nuevo gobierno. Concluye el
primero de seis ciclos de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador.
Conviene
comenzar a hacer ese balance ya y no esperar al 1 de diciembre, pues Andrés
Manuel López Obrador no sólo comenzó a cambiar el poder de manera tectónica
pocas semanas después de su triunfo del 1 de julio, sino que la fecha de su
salida de Palacio Nacional tiene un mes menos que las de sus predecesores, y ya
se sabe que para entonces el presidente electo tendrá más poder que el
saliente.
¿Cómo
titular, cómo nombrar a lo ocurrido el Año 1 del nuevo gobierno?
El
presidente López Obrador ha pretendido desde el minuto uno de la transición
imponer un nuevo lenguaje y fijar en la mente la idea de que su triunfo
electoral significa el advenimiento de una transformación, a la que
exitosamente, al menos en términos de mercado político, ha definido como la
cuarta de nuestra historia.
Casi todo
mundo compró el slogan. ¿Pero hay en marcha una transformación?
El
Presidente ha lanzado-operado sus políticas en tres ejes: estabilidad
macroeconómica, austeridad-lucha anticorrupción y priorizar a los pobres.
El primer
eje no supone transformación alguna. La ortodoxia en el manejo de las variables
económicas y financieras es una señal de continuidad que agradecen propios y
extraños.
El segundo
eje ha sacudido a todo el aparato: con un machete ha procedido al
descuartizamiento del sistema construido en los últimos treinta años. La
sospecha (o el pretexto incluso) de que hay corrupción ha servido para
desaparecer programas –estancias infantiles, Prospera– o emprender
reconfiguraciones –Seguro Popular por instituto de la salud para el bienestar–,
y eso, la idea del combate de la corrupción, es una de las hojas de la tijera
de los recortes draconianos que han dejado escuálido al elefante burocrático.
La otra hoja de esa tijera es afilada con el discurso de la austeridad, que
sirve sobre todo para rasurar y amenazar a órganos autónomos, universidades,
programas para sectores medios –becas académicas y culturales–, partidos y
órganos electorales, etcétera.
El tercer
eje se ha traducido en la masiva dispersión de recursos para adultos mayores,
jóvenes, personas con discapacidad, campesinos y estudiantes, entre otros. La eficiencia,
e impacto, de esas entregas no es posible aún evaluarlas.
Además de
esos tres ejes, el Presidente definió una política de seguridad basada en la
creación de la Guardia Nacional, un nuevo cuerpo policía-comilitar, o
militar-policiaco, como se guste, y tres macroproyectos de infraestructura: un
sistema de trenes en el sur e Istmo, la refinería de Dos Bocas y el aeropuerto
de Santa Lucía.
Finalmente,
ha reconfigurado el entramado legal y mediante reformas que pasó el Congreso ha
apaciguado y premiado a aliados –la CNTE y el SNTE–, aumentó el salario mínimo,
redujo los salarios de la alta burocracia, regresó al enfoque punitivo de la
prisión oficiosa –entre otras iniciativas aprobadas–, y está pendiente una ley
de consulta.
Metido todo
eso en la licuadora de los últimos diez meses, tenemos por resultado un
crecimiento estancado por señales de incertidumbre y broncas gratuitas
(ductos), un escalamiento en la violencia, cuyos índices van al alza y donde
salvo algunas detenciones importantes, la nueva política de contención se ha
terminado de percibir, y crisis de desabasto: de medicinas, de vacunas, de
insecticidas, de gasolina…
No hay, no
sobra decirlo, una crisis social ni económica ni política. El Presidente goza
de popularidad, y su modelo de comunicación lastima a la prensa crítica y a no
pocos órganos autónomos, lo mismo que a organizaciones de la sociedad civil.
Medidas
atrabiliarias han costado dinero al erario –NAIM, avión presidencial, ductos–,
y el Presidente se apertrecha detrás de su y cuestionado grupo de
colaboradores, donde no pocos de ellos son cuestionados no sólo por su falta de
preparación, sino lo poco que han crecido en el encargo (Durazo, Nahle, Sánchez
Cordero).
Al cerrarse
el año 1 uno del gobierno de López Obrador tenemos un saldo mixto: se ha
desvalijado el incipiente aparato de contrapesos construido por la joven
democracia mexicana y, en cambio, se ha prometido una arrogante, y parlanchina,
revolución pacífica, cuyos frutos son inciertos y hoy por hoy muy poco
prometedores.
¿Transformación
para bien? Salvo la pensión universal para los adultos mayores y el inicio de
algunas (todavía muy verdes) pesquisas judiciales, en el año 1, y a nivel
macro, por ningún lado.
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