Jorge Javier
Romero Vadillo.
Escribo esta
nota poco antes de que comience la reunión de comisiones del Senado para
dictaminar sobre la regulación integral del cannabis. Hace unas horas, en su
perorata mañanera, el Presidente López Obrador afirmó que su gobierno “no está
pensando” legalizar la marihuana para uso lúdico, “solo para fines
medicinales”, lo que resulta muy extraño, pues el proceso legislativo en curso
empezó precisamente por una iniciativa de su actual secretaria de Gobernación,
además de que se debe realizar por mandato de la Suprema Corte de Justicia, que
ha emitido una jurisprudencia donde declara que es inconstitucional la
prohibición del uso adulto del cannabis porque limita el libre desarrollo de la
personalidad, derecho humano reconocido por el título primero de la Constitución.
Así, el
proceso regulatorio del cannabis para uso personal (ya sea lúdico, reflexivo,
erótico o el que decidan los adultos que opten por consumirlo) no deriva solo
de los pensamientos gubernamentales, sino de un proceso legislativo que responde
a un mandato judicial, mientras que el Presidente ignora que el uso médico ya
ha sido legislado y solo falta que el gobierno emita el reglamento
correspondiente, también mandatado por la Corte, pero atorado en los prejuicios
y limitaciones del Presidente de la COFEPRIS, digno empleado del jefe del
ejecutivo.
La maraña de
la regulación del cáñamo índico no solo es producto de las confusiones
presidenciales, sino que se complica por las redes con las que, a río revuelto,
pretenden pescar las grandes empresas canadienses que ya vislumbran un gran
negocio en México. En sus chinchorros tejidos con cáñamo ya han atrapado al
Presidente de la Comisión de Justicia del Senado, Julio Menchaca, quien ha
presentado un proyecto de dictamen que satisface buena parte de las
expectativas de los consorcios que quieren atrapar el mercado legal de
marihuana y regularlo a modo, de manera casi tan depredadora como lo han hecho
hasta ahora las empresas delictivas que hasta ahora han impuesto sus reglas a
los consumidores y han acumulado suficiente poder como para sumir al Estado en
un conflicto en el que es incapaz de vencer. Si el mercado clandestino ha sido
regulado con la violencia, el nuevo mercado legal que surgiría del proyecto
Menchaca lo haría a través de una legislación que les permitiría seguir
sometiendo a los campesinos y les daría un poder enorme para capturar al órgano
regulador.
Así, entre
las reservas moralistas del Presidente de la República y la avidez de los
mercachifles trasnacionales, en lugar de una regulación sensata se está
tejiendo un cañamazo en el que seguirán envueltos los campesinos que hasta
ahora han sido víctimas de las organizaciones criminales especializadas en
mercados clandestinos y de la persecución penal del Estado, que destruye los
cultivos que son su forma de vida, los reprime y los encarcela. También
seguirán atrapados en las redes de cáñamo los usuarios que encuentran en la
marihuana placer o relajamiento o quienes la usan para intensificar su
creatividad. Todo porque unos puritanos que viven en el atormentante miedo de
que alguien, en algún lugar, pueda ser feliz, mientras otros negociantes solo
ven la posibilidad de obtener ingentes ganancias, aun a costa de la salud de
las personas.
Porque lo
que se necesita respecto al cannabis es una regulación sensata, que libere a
los consumidores de la persecución y la extorsión policiacas y a los
productores del yugo criminal y de la amenaza estatal, pero que al mismo tiempo
se haga cargo de los riesgos potenciales de una sustancia que no es inocua,
aunque su peligrosidad sea menor que la de otras drogas legales, como el
alcohol y el tabaco. Una regulación que tome en cuenta el potencial uso
problemático, que de acuerdo con las estadísticas más sólidas abarca alrededor
del nueve por ciento de los consumidores habituales –un número perfectamente
atendible de manera más humana, eficiente y económica a través del sistema de
salud que por medio de la persecución policiaca y el enjuiciamiento penal–,
pero que acabe con una restricción injusta, limitante del potencial productivo
de miles de campesinos con conocimientos no sólo para desarrollar variedades
mexicanas de marihuana, sino para producir cáñamo para usos industriales de muy
diverso tipo, pues se trata de una de las primeras plantas domesticadas por la
humanidad para ser usada como fibra y cuyo desarrollo tecnológico tiene un
enorme potencial.
El único
partido que ha comprendido a cabalidad de qué debe ir la legislación sobre el
cannabis ha sido Movimiento Ciudadano, el cual ha difundido un decálogo preciso
que parte de la descriminalización y la despenalización de la planta y pasa por
la promoción del cultivo personal, la protección de la producción campesina,
con cultivo libre e incluyente, sin ilegalización de las semillas vía
“trazabilidad” y “testeo”, con participación estatal eficaz en la regulación
del mercado, sin monopolios, con una amplia amnistía para los campesinos, los
consumidores y los pequeños traficantes sin delitos de sangre que han sido
víctimas de la prohibición, con una regulación a la medida de los diferentes
productos, sin marcas y sin publicidad, con prevención. Una regulación así nos
libraría de un despropósito que cumple en las próximas semanas un siglo de dar
pésimos resultados.
El
Presidente de la República arremete cotidianamente contra los conservadores,
pero no parecer advertir que pocas políticas existen más conservadoras que la
prohibición de las drogas, justificada siempre con base en prejuicios morales,
nunca en evidencia científica y en evaluación de costos frente a beneficios. Es
el conservadurismo el que nos ha impuesto una política pública absolutamente
fallida, incapaz de cumplir sus supuestos objetivos: ni ha protegido la salud
de las sociedades –los problemas de salud derivados del consumo de drogas
prohibidas en manos de delincuentes es mucho más peligroso que las sustancias
en sí mismas– ni ha disminuido la disponibilidad de drogas –la prohibición ha
llevado al surgimiento de nuevas sustancias, más peligrosas que aquellas a las
que sustituyen–, ni ha reducido la violencia supuestamente atribuida al consumo
–no ha existido en mucho tiempo mayor violencia que la desatada por la guerra
contra las drogas–. La regulación de la marihuana sería el primer paso para
desmontar esa mayúscula tontería, pero el conservadurismo la sigue
obstaculizando.
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