Jorge Zepeda Patterson.
La jornada
para vacunarse fue un suplicio. Nueve horas transcurridas la mayor parte de
ellas bajo el sol para no perder lugar en la fila y en medio de angustiantes
especulaciones por la implacable aritmética: los rumores que corren entre los
ancianos informan de solo mil vacunas disponibles para los dos mil que
esperamos calcinados por el calor. Es difícil evitar la indignación que deriva
de una simple reflexión: hace casi un año que las autoridades sabían que este
día habría de llegar, ¿qué, no hubo manera de organizarlo mejor? Y ya metidos
en este infierno, ¿no podrían contar las vacunas que tienen en este centro y
mandar a su casa al resto de la gente en lugar de hacerla esperar ocho horas
para enterarse que no alcanzaron las dosis? En fin, nueve horas rumiando
pensamientos insurreccionales ante nuestra desorganización e irresponsabilidad
burocrática. Finalmente, a las cinco de la tarde hacen corte de caja y anuncian
que solo ingresarán cincuenta personas más al centro de vacunación, me toca el
lugar 42 y cruzó el portón con el ánimo del sobreviviente, y debo confesar que
la exultación venció la incomodidad que tendría que haber causado el reclamo de
los cientos que quedaron atrás. A partir de allí todo funciona con sorprendente
eficiencia. Media hora más tarde estoy en la calle con una sonrisa gandhiana,
exhumando un profundo agradecimiento. Me doy cuenta de que no soy el único;
todos rebozan gratitud y se despiden de las enfermeras y siervos de la Nación
como de sus nuevos mejores amigos.
Entiendo que
en algunas ciudades el procedimiento fue más ágil, notablemente en la Ciudad de
México, pero no en Morelos, donde a mí me tocó. Por lo que revela la prensa,
parecería que en la mayor parte del país la espera y la desorganización
resultaron igualmente frustrantes. Y, sin embargo, el sentimiento que prevalece
entre la población vacunada, según las encuestas, es la gratitud. No es de
extrañar; durante un año los seres humanos, particularmente los que peinan
canas y buscan descuentos por la edad, vivimos con la sensación de estar en una
ruleta rusa que dispensaba vida o muerte con caótica e incomprensible
regularidad. Y aun cuando enterarse de la estadística apaciguaba la razón
porque tampoco es que se tratara de la peste negra, lo cierto es que todos
tenemos una lista de los conocidos que se van sumando a la tragedia, hasta
dejarnos la sensación de que todo es cuestión de tiempo para que el bicho
mortal toque a nuestra puerta. Resulta lógico que la vacunación se reciba como
la bendición mágica que por encanto disipa la pesadilla bajo la que hemos
vivido tantos meses. Y tampoco es extraño que deparemos un sentido
agradecimiento para esos personajes que en un instante nos han quitado ese peso
de encima.
Dicho lo
anterior, pero multiplicado por millones de personas, es obvio que la
experiencia tendrá un correlato político. Las primeras encuestas dan cuenta de
que ese alivio frente a la amenaza del contagio se traduce en alrededor de 10
puntos en los niveles de aprobación de Andrés Manuel López Obrador entre las
personas inoculadas, depositario último de la sensación de alivio de los que
reciben la vacuna. No con ello quedan olvidadas las muchas contradicciones
exhibidas por las autoridades de salud, incluyendo las veleidades de Hugo
López-Gatell. Tampoco quedan atrás los sinsabores por un programa de vacunación
que injustamente discriminó a dentistas, doctores y enfermeras que, sin estar
asignados a la trinchera de la COVID-19, se mantuvieron expuestos en la primera
línea de batalla en defensa de nuestra salud. Y, sin embargo, parecería que, a
pesar de estos cuestionamientos, en la mayoría prevalece la gratitud inmediata.
Por supuesto
que eso no cambiará el voto de los contrarios al obradorismo o el de los
decepcionados por las decisiones del Gobierno de la 4T. Después de todo, la
vacunación en tiempos de pandemia es lo que tendría que esperarse de un gobierno
en funciones. Pero ciertamente fortalecerá las convicciones de todos aquellos
que profesaban simpatías por AMLO y los que aun con reservas seguían
concediéndole el beneficio de la duda.
Pero no
olvidar que un número importante de votantes no tiene una posición categórica
asumida antes de los comicios; personas que escuchan con oídos vacilantes los
argumentos a favor y en contra vertidos en una campaña, pero que en última
instancia emiten su voto en función de la relación personal que tengan con la administración
en turno y sus programas sociales. Es allí donde la vacunación masiva podría
tener algún efecto.
De aquí al
día de las elecciones alrededor de 40 millones de votantes habrán recibido al
menos la primera dosis y habrán pasado por el momentáneo alivio que significa
escapar del riesgo. ¿Cuántos de ellos acudirán a las urnas bajo el relativo
influjo de una sensación de agradecimiento? Imposible saberlo, pero en
elecciones regionales cuyo desenlace penderá de una pestaña, eso podría hacer
alguna diferencia. En todo caso, se trata de un fenómeno inédito, una variable
nunca antes valorada en las ecuaciones electorales.
No nos
extrañe que la veda electoral a la que están sujetos los actores políticos,
particularmente la Presidencia, se “sublime” con una narrativa obsesiva en
torno a la campaña de vacunación, a sus cifras y a sus logros.
Andrés
Manuel López Obrador padeció el infortunio de que su sexenio fuera
terriblemente vapuleado por la pandemia y la profunda crisis que arrasó con la
economía en todo el mundo. Mala suerte para todos nosotros, especialmente para
los caídos, pero también para este político que esperó tanto tiempo para llegar
al poder y estar en condiciones de buscar el país prometido.
La
desafortunada frase “como anillo al dedo” que pronunció hace algunos meses en
referencia a la pandemia, cuando en realidad fue todo lo contrario para sus
aspiraciones de cambio, hoy se cumplen de una manera inesperada. La vacunación
vendrá como anillo al dedo que habrá de sufragar este verano. O así parece;
veremos.
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