Jorge Zepeda
Patterson.
López
Obrador está convencido de que la corrupción ya desapareció en las altas
esferas del Gobierno. “Esto ya cambió, no somos lo mismo”, afirma una y otra
vez. Y sin duda, su austeridad personal y la eliminación del boato contrastan
radicalmente con el dispendio y la voracidad de los gobernantes anteriores.
Pero muchos mexicanos no están del todo convencidos de que sus colaboradores
practiquen la nueva moralidad franciscana.
Buena parte
de las redes sociales y la opinión pública consideran que la vara con la que el
Presidente mide a los suyos es distinta de la que aplica en el caso de rivales
y desconocidos. Ningún intento de revolución moral, como la que pretende López
Obrador, tendrá éxito mientras persista la noción de que sigue vigente el viejo
lema juarista: “a los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, ley a secas”.
El
Presidente ha salido en defensa de los que le son leales aún antes de que las
investigaciones correspondientes permitieran desahogar la naturaleza de la
anomalía, por llamarla de alguna manera. Un embajador en Argentina captado
infraganti birlándose un ejemplar de una librería; la presidenta de Morena
exhibida al no pagar los impuestos correspondientes; su director de la CFE
cuestionado por las propiedades de sus allegados. No es el espacio para
analizar cada uno de estos casos. Lo relevante es que exhibe un preocupante
patrón de comportamiento de parte del Presidente que, insisto, terminará por
boicotear sus esfuerzos de cambiar de paradigma el combate a la corrupción.
En el caso
del embajador Ricardo Valero, AMLO argumentó que se trataba de un hombre
honrado y que había que perdonar porque una golondrina no hace nido; a su
juicio un acto reprobable no debía manchar una trayectoria impecable. Los impuestos
no pagados por Yeidckol Polevnsky seguramente fueron un error de su contador,
dijo, apenas se conoció el dato. Y Manuel Bartlett ya había sido eximido
políticamente mucho antes de que la Secretaría de la Función Pública respaldara
el dictamen anticipado en la Mañanera. No estoy asumiendo que los mencionados
sean culpables de lo que se les acusa; simplemente encuentro que con su actitud
el Presidente se da un disparo en propio pie. Todos ellos recibieron gracia,
antes que justicia, en detrimento de ésta y sobre todo de la percepción de
ésta.
Tengo a
Bartlett como un profesional del poder, más interesado en ejercerlo que en
hacer dinero y estoy seguro que habría sido mejor para él y para Irma Sandoval,
encargada de investigarlo, que el Presidente no hubiese participado ni
estuviese convertido en abogado defensor. Resultó desafortunada incluso, la
gira programada del día siguiente del dictamen de la SFP, en la que el
mandatario se paseó del brazo del exgobernador, porque a ojos de muchos pareció
un acto de legitimación política. Probablemente López Obrador creyó que
trasmitía un mensaje positivo desafiar a los críticos de Bartlett con pañuelito
blanco o tuitear entusiasta su desayuno, foto incluida. Pero justamente provocó
lo contrario. En el mejor de los casos, fue interpretado como un espaldarazo
político que en efecto politiza aún más la decisión de la SFP; y en el peor de
ellos, como una burla que las redes sociales han tratado, errónea pero muy
mediáticamente, como algo similar a la imagen de Enrique Peña Nieto levantando
la mano de Rosario Robles cuando estalló el escándalo de la Estafa Maestra o la
investigación de Virgilio Andrade sobre la Casa Blanca de La Gaviota.
A mi juicio,
el activismo presidencial en este caso no es algo que ayude al régimen, a la
SFP o al propio Bartlett, porque queda la sensación de que libró la acusación
por razones políticas y no por la inconsistencia de las supuestas pruebas en su
contra y su pareja, una exitosa mujer empresaria, con fortuna propia.
El
Presidente no parece darse cuenta del terrible efecto boicoteador que estas
actitudes provocan en su mensaje de intolerancia ante la corrupción. Derivan
seguramente de su pasado como opositor, cuando los tribunales le asestaron
tantos golpes injustamente y le llevaban a reaccionar de manera defensiva. Su
primera reacción en los escándalos de René Bejarano (el hombre de las ligas) o
del tesorero de la ciudad Gustavo Ponce (quien se suicidaría poco después), fue
defenderlos a raja tabla, dando por hecho de que se trataba de acusaciones
maquinadas por sus enemigos. Hoy, que es el garante último de que la justicia
se imparta imparcialmente, su actitud tendría que ser menos militante y
politizada.
El
Presidente arrancó con el pie derecho cuando su secretaria de Medio Ambiente
debió renunciar tras detener un vuelo comercial de manera arbitraria. Es cierto
que se trataba de una persona ajena al círculo íntimo lopezobradorista, pero
fue una acción que alentó la esperanza de que la impunidad ya no protegería a
los poderosos.
El estilo
personal de gobernar de AMLO seguirá siendo eso, un estilo personal, hasta que
no consiga que su honestidad se consolide en prácticas institucionales
absolutamente implacables e intolerantes en contra de la corrupción.
López
Obrador no conseguirá convencernos de que la impunidad ha terminado hasta que
uno de los cercanos de la 4T caiga, si en verdad ha actuado mal y demuestre que
el Presidente es capaz de cercenarse un dedo en aras de la honestidad. Pero
esto no sucederá si sigue interviniendo, verbal pero políticamente, en defensa
de cada uno de sus leales. Él aseguró que solo metería las manos por su hijo
menor de edad, pero hasta ahora no lo ha respetado.
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