Raymundo
Riva Palacio.
De la
chistera sacó el presidente Andrés Manuel López Obrador la designación de la
nueva jefa del Servicio de Administración Tributaria, Raquel Buenrostro. La
prensa especializada y la política apuntaban por una mujer parte de su primer
círculo de amistades y con experiencia dentro del SAT, pero el Presidente optó
por quien no era su amiga, pero quien mejor interpretó su visión de austeridad.
Soldado de primera línea de López Obrador, Buenrostro dislocó las redes de
distribución gubernamental, agravió a proveedores y provocó subejercicio
presupuestal. Pero no se cayó ante el Presidente, sino obtuvo su
reconocimiento. Parece claro. Le permitió alimentar su discurso de la
corrupción del pasado y machacar el discurso sobre los ahorros de su
administración. El concepto de “somos diferentes” se construyó sobre la dureza
de la tijera de Buenrostro.
Buenrostro
era la única funcionaria de tercer nivel que, sin ser amiga del Presidente ni
pertenecer a sus círculos de amistad, tenía acceso directo a él. Su oficina se
encontraba en el ala opuesta al despacho presidencial en Palacio Nacional, y no
era inusual que la llamara López Obrador para darle personalmente instrucciones
sobre el gasto y utilizarla como mensajera de las malas nuevas. El Presidente
era el policía bueno y Buenrostro la policía mala, en la dialéctica del poder
que se impuso en el trato cotidiano con funcionarios y proveedores del gobierno.
Llegó a la
Secretaría de Hacienda con José Antonio González Anaya, en el último tramo del
gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando lo nombraron secretario. Había sido
alumna de Carlos Urzúa, quien armó el primer gabinete hacendario del gobierno
de López Obrador, al destacarse en la maestría de Economía en el Colegio de
México. Tan pronto como ganaron la elección en julio de 2018, Urzúa comenzó a
preparar la política económica del nuevo gobierno. En un perfil periodístico de
María Idalia Gómez y Tomás de la Rosa, en diciembre pasado, recordaron una
reunión que convocó Urzúa a catedráticos de primer nivel para escuchar una
presentación.
“Ese día
-escribieron- Raquel Buenrostro –una de sus más brillantes alumnas y parte de
su equipo desde la Secretaría de Financias de la Ciudad de México– sería la
responsable de exponer el gasto que representaban los seguros de gastos médicos
mayores para el gobierno federal. Con detalle matemático, esa mujer bajita y de
sonrisa fácil, se puso seria y comenzó a describir, igual que un teorema, la
disparidad entre el precio de los medicamentos de patente que se pagaban en
Pemex y los genéricos que pueden adquirirse en cualquier farmacia.
“De pronto,
usó ese tono de voz un poco grave que refuerza su seriedad y que permite
adivinar que algo muy serio está por decir. Y así fue. Cuestionó que el Banco
Nacional de Comercio Exterior y Nacional Financiera tuvieran servicios médicos
privados como prestación (y) completó su exposición con un comparativo por
sexenio del gasto del Seguro Social y del ISSSTE, con el de todas las
instituciones con servicio de salud privado.
“Fue un
ejercicio analítico meramente demostrativo que no sería publicado ni formaría
parte de algún proyecto, pero… sembró una duda en la mente de Urzúa. Terminada
la reunión… Urzúa se levantó y lanzó una pregunta a bocajarro: ‘¿Qué harías,
Raquel, si fueras funcionaria pública?’. Concentrar todas las compras en un
solo lugar, respondió”. Esa propuesta se tradujo en un hecho. El 30 de
noviembre de 2018, último día de gobierno de Peña Nieto, se publicó un decreto
que creaba las unidades de administración y finanzas que sustituyeron a las
oficialías mayores, salvo las de la Defensa Nacional, Marina y Hacienda. Ese
día se dio forma legal a la idea de Buenrostro, y la Oficialía Mayor de
Hacienda concentraría las compras de todo el gobierno federal.
Con todo el
respaldo presidencial, Buenrostro se enfrentó a todo funcionario que desafiaba
el mandato que tenía. Chocó incluso con Urzúa, y la frustración del secretario
de Hacienda originó su renuncia. En mayo, empapado en la frustración de no
poder sacar recursos, lo siguió Germán Martínez, hasta ese momento director del
Seguro Social. Buenrostro se había convertido en la Robespierre de la
revolución de López Obrador.
Arturo
Herrera, el relevo de Urzúa, trabajó sin confrontarse con Buenrostro, pero
gradualmente desmontó su fuente de poder, la atribución de nombrar a todos los
jefes de las unidades administrativas –a lo que se degradó a las oficialías
mayores– y retomarla él. Mientras la debilitaba, Buenrostro seguía enfrentada
con la industria químico-farmacéutica en el conflicto interminable por el
abasto de medicinas, y con un control de gasto que podría responsabilizársele
en parte el decrecimiento económico.
En la
Oficialía Mayor de Hacienda parecía ir teniendo rendimientos decrecientes, por
lo que a la salida de Margarita Ríos Farjat del SAT –apoyada por la esposa del
presidente, Beatriz Gutiérrez Müller–, creó condiciones para López Obrador. La
aplicación dogmática de las directrices del Presidente, había provocado una
caída en la recaudación fiscal, de la cual se había quejado. La principal
causante de ello, al haber sido responsable en buena parte del freno económico,
fue Buenrostro. No deja de ser paradójico que quien le cortó las piernas a la
economía, tenga ahora la responsabilidad de que con el mismo cuerpo tenga que
correr más rápido que cuando estaba completo.
La apuesta
del Presidente es muy alta, pero la va a jugar con la persona que hasta ahora
ha demostrado ser la más dura e inflexible de sus colaboradores. No está claro
si son buenas noticias para el gobierno, pero lo que es indiscutible, dados sus
antecedentes inmediatos, es que no son navidades para estar tranquilos. La mano
dura de Buenrostro ahora se dedicará a perseguir contribuyentes.
Nota: Esta
columna dejará de publicarse durante las dos siguientes semanas. Reanuda su
frecuencia el 6 de enero.
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