viernes, 20 de diciembre de 2019

Navidades ominosas.


Raymundo Riva Palacio.

De la chistera sacó el presidente Andrés Manuel López Obrador la designación de la nueva jefa del Servicio de Administración Tributaria, Raquel Buenrostro. La prensa especializada y la política apuntaban por una mujer parte de su primer círculo de amistades y con experiencia dentro del SAT, pero el Presidente optó por quien no era su amiga, pero quien mejor interpretó su visión de austeridad. Soldado de primera línea de López Obrador, Buenrostro dislocó las redes de distribución gubernamental, agravió a proveedores y provocó subejercicio presupuestal. Pero no se cayó ante el Presidente, sino obtuvo su reconocimiento. Parece claro. Le permitió alimentar su discurso de la corrupción del pasado y machacar el discurso sobre los ahorros de su administración. El concepto de “somos diferentes” se construyó sobre la dureza de la tijera de Buenrostro.

Buenrostro era la única funcionaria de tercer nivel que, sin ser amiga del Presidente ni pertenecer a sus círculos de amistad, tenía acceso directo a él. Su oficina se encontraba en el ala opuesta al despacho presidencial en Palacio Nacional, y no era inusual que la llamara López Obrador para darle personalmente instrucciones sobre el gasto y utilizarla como mensajera de las malas nuevas. El Presidente era el policía bueno y Buenrostro la policía mala, en la dialéctica del poder que se impuso en el trato cotidiano con funcionarios y proveedores del gobierno.

Llegó a la Secretaría de Hacienda con José Antonio González Anaya, en el último tramo del gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando lo nombraron secretario. Había sido alumna de Carlos Urzúa, quien armó el primer gabinete hacendario del gobierno de López Obrador, al destacarse en la maestría de Economía en el Colegio de México. Tan pronto como ganaron la elección en julio de 2018, Urzúa comenzó a preparar la política económica del nuevo gobierno. En un perfil periodístico de María Idalia Gómez y Tomás de la Rosa, en diciembre pasado, recordaron una reunión que convocó Urzúa a catedráticos de primer nivel para escuchar una presentación.

“Ese día -escribieron- Raquel Buenrostro –una de sus más brillantes alumnas y parte de su equipo desde la Secretaría de Financias de la Ciudad de México– sería la responsable de exponer el gasto que representaban los seguros de gastos médicos mayores para el gobierno federal. Con detalle matemático, esa mujer bajita y de sonrisa fácil, se puso seria y comenzó a describir, igual que un teorema, la disparidad entre el precio de los medicamentos de patente que se pagaban en Pemex y los genéricos que pueden adquirirse en cualquier farmacia.

“De pronto, usó ese tono de voz un poco grave que refuerza su seriedad y que permite adivinar que algo muy serio está por decir. Y así fue. Cuestionó que el Banco Nacional de Comercio Exterior y Nacional Financiera tuvieran servicios médicos privados como prestación (y) completó su exposición con un comparativo por sexenio del gasto del Seguro Social y del ISSSTE, con el de todas las instituciones con servicio de salud privado.

“Fue un ejercicio analítico meramente demostrativo que no sería publicado ni formaría parte de algún proyecto, pero… sembró una duda en la mente de Urzúa. Terminada la reunión… Urzúa se levantó y lanzó una pregunta a bocajarro: ‘¿Qué harías, Raquel, si fueras funcionaria pública?’. Concentrar todas las compras en un solo lugar, respondió”. Esa propuesta se tradujo en un hecho. El 30 de noviembre de 2018, último día de gobierno de Peña Nieto, se publicó un decreto que creaba las unidades de administración y finanzas que sustituyeron a las oficialías mayores, salvo las de la Defensa Nacional, Marina y Hacienda. Ese día se dio forma legal a la idea de Buenrostro, y la Oficialía Mayor de Hacienda concentraría las compras de todo el gobierno federal.

Con todo el respaldo presidencial, Buenrostro se enfrentó a todo funcionario que desafiaba el mandato que tenía. Chocó incluso con Urzúa, y la frustración del secretario de Hacienda originó su renuncia. En mayo, empapado en la frustración de no poder sacar recursos, lo siguió Germán Martínez, hasta ese momento director del Seguro Social. Buenrostro se había convertido en la Robespierre de la revolución de López Obrador.

Arturo Herrera, el relevo de Urzúa, trabajó sin confrontarse con Buenrostro, pero gradualmente desmontó su fuente de poder, la atribución de nombrar a todos los jefes de las unidades administrativas –a lo que se degradó a las oficialías mayores– y retomarla él. Mientras la debilitaba, Buenrostro seguía enfrentada con la industria químico-farmacéutica en el conflicto interminable por el abasto de medicinas, y con un control de gasto que podría responsabilizársele en parte el decrecimiento económico.

En la Oficialía Mayor de Hacienda parecía ir teniendo rendimientos decrecientes, por lo que a la salida de Margarita Ríos Farjat del SAT –apoyada por la esposa del presidente, Beatriz Gutiérrez Müller–, creó condiciones para López Obrador. La aplicación dogmática de las directrices del Presidente, había provocado una caída en la recaudación fiscal, de la cual se había quejado. La principal causante de ello, al haber sido responsable en buena parte del freno económico, fue Buenrostro. No deja de ser paradójico que quien le cortó las piernas a la economía, tenga ahora la responsabilidad de que con el mismo cuerpo tenga que correr más rápido que cuando estaba completo.

La apuesta del Presidente es muy alta, pero la va a jugar con la persona que hasta ahora ha demostrado ser la más dura e inflexible de sus colaboradores. No está claro si son buenas noticias para el gobierno, pero lo que es indiscutible, dados sus antecedentes inmediatos, es que no son navidades para estar tranquilos. La mano dura de Buenrostro ahora se dedicará a perseguir contribuyentes.

Nota: Esta columna dejará de publicarse durante las dos siguientes semanas. Reanuda su frecuencia el 6 de enero.

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