Julio Astillero.
Durante
décadas, las élites mexicanas (y de otros países) mantuvieron una postura de
desatención y censura a las denuncias de los abusos sexuales de Marcial Maciel,
quien terminó caracterizado como un monstruo de maldad (caracterización
utilizada aquí para ir de acuerdo con los parámetros utilizados por las
mencionadas élites), inocultable e indefendible ahora aun para sus propios
seguidores obcecados.
En la semana
recién pasada se dio a conocer un reporte de los Legionarios de Cristo (la
orden fundada y dirigida originalmente por el ya difunto Maciel) sobre
sacerdotes católicos pederastas. Rogelio Cabrera Pérez, quien es arzobispo de
Monterrey y presidente en turno de la Conferencia Episcopal Mexicana, dijo que
tal informe llega tarde e incompleto, bajo abierta sospecha de no decir todo lo
que corresponde al caso.
El punto
clave está en la complicidad de muchas autoridades eclesiásticas, y sus aliados
en la política terrena, para encubrir hechos delictivos (no sólo abusos
sexuales) practicados por la estructura jerárquica de la Iglesia católica
mexicana (desde los obispos y arzobispos, hasta cardenales como Norberto
Rivera). No únicamente fueron Maciel y los Legionarios.
Es apropiada
la ruta de salida de Ricardo Valero del servicio diplomático mexicano. Por
motivos de salud se ha anunciado que deja la embajada de México en Argentina,
la cual seguía ejerciendo aunque había sido llamado a concentrarse en la Ciudad
de México, luego del extraño (aunque no tanto) episodio en el que fue captado
robando un libro en un famoso establecimiento del ramo en Buenos Aires.
No parecía
haber explicación lógica para la conducta de Valero: el costo del libro era
bajo (el equivalente a 10 dólares) y las maniobras operativas que realizó para
ese hurto eran burdas, además del hecho fundamental de que en su persona estaba
representada la nación mexicana. En cuanto el caso tomó relevancia
internacional, familiares del todavía embajador comenzaron a difundir
extraoficialmente las circunstancias médicas: un trastorno neuronal que le
llevaba a cometer ese tipo de atrevimientos o francas infracciones punibles.
Ahora se
conocen los estudios médicos que permiten entender el comportamiento de Valero,
quien ya de regreso a México pretendió cometer otro robo en el aeropuerto
bonaerense. Contra el activo político, que en sus momentos de plena salud mental
jamás habría permitido o realizado actos de tal naturaleza, se cebaron los
comentarios de opositores al obradorismo que pretendieron encontrar en los
deslices de Valero una falsa prolongación que involucraría a los políticos en
el poder en una supuesta patología delictiva. Mucho honraría a algunos de
quienes se expresaron de manera ruda en el tema que ahora, a la luz del
conocimiento del expediente médico del caso, reconocieran su error en el caso
específico del embajador y en el genérico de la condena delincuencial al grupo
morenista actualmente en el poder.
El episodio,
sin embargo, tampoco debería abordarse sin buscar un aprendizaje. Es de
preguntarse si la cancillería mexicana, o los órganos de información e
inteligencia del Estado mexicano (el Cisen cambió de nombre, pero no de misión
y objetivo) jamás supieron de los problemas de salud (ya presentes y
documentados desde 2012 y 2013) de quien sería nombrado embajador ni más ni
menos que en Argentina.
Además,
conviene advertir que en varios casos (en consulados mexicanos en Estados
Unidos, sobre todo, pero también en embajadas), se ha optado, sin análisis
político ni revisión médica, por la designación de personajes que no reúnen los
requisitos básicos para el cargo y que con frecuencia son avalados por
recomendaciones de políticos de la facción en el poder o de la voluntad
imperiosa del máximo jefe político de la nación.
Y, mientras
a Manuel Bartlett los nuevos tiempos parecen empujarlo a los altares patrios,
como ejemplo de honestidad, congruencia y sacrificio (mmm).
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