Jorge Javier
Romero Vadillo.
Todas las
mañanas, casi sin excepción, el Presidente de la República clama contra los
conservadores, entre los que encuadra a todos los adversarios de su pretendido
gran cambio, su grandilocuente cuarta transformación. No importa el tema de que
se trate, todas sus acciones y las de sus aliados van en el sentido correcto,
mientras que cualquier oposición al recto camino trazado por el gran líder se
supone reaccionaria, conservadora, enemiga del progreso encarnado en el hombre
necesario, el único que conoce la ruta y quía el timón de la nación en aguas
procelosas hacia el futuro. Sin embargo, una y otra vez en los dichos y en los
hechos del Presidente y de los integrantes de su mal amalgamada coalición no
solo se escuchan suspiros nostálgicos por un pasado idealizado, sino que se
hacen evidentes signos de retranca en temas sustanciales para la construcción
de un orden social abierto.
La
militarización es uno de esos signos ominosos, aunque en ello el retroceso
comenzó hace ya tres lustros. En cambio, la injerencia de las organizaciones
religiosas en la vida social del país con la vista gorda e incluso con la
anuencia del gobierno ha sido mayor en estos meses de la autoreivindicada
tetramorfosis, que incluso durante los años del Gobierno de Vicente Fox o el de
Felipe Calderón, de sensibilidades muy cercanas a la iglesia católica, al grado
que el primero abrazó un crucifijo el día de su toma de posesión en un acto
abiertamente violatorio de la legalidad laica, hasta entonces formalmente
respetada por los presidentes priistas, incluso después de la reforma
conciliadora de Carlos Salinas de Gortari.
Lo novedoso
en estos tiempos es el protagonismo adquirido por los grupos de matriz
evangélica en el espacio público que, de acuerdo con la Constitución y con la
institucionalidad arraigada desde los primeros tiempos del régimen
posrevolucionario, debe ser laico; no solo neutral en materia religiosa, sino
proactivo en temas fundamentales para la convivencia social de la pluralidad,
como el reconocimiento a los derechos de la diversidad sexual, frente a los
cuales muchos grupos religiosos suelen ser especialmente intolerantes.
Como se ha
dedicado a documentar Guillermo Sheridan, desde el infausto acto de Tijuana
donde López Obrador festejó que Trump aplazara el establecimiento de aranceles
progresivos a los productos mexicanos a cambio de que todo México se
convirtiera en su muro antimigración, un pastor que dice representar a 35
millones de fieles, Arturo Farela, se ha ostentado, sin ser desmentido, como
consejero espiritual del Presidente y ha alardeado de que su congregación,
COFRATERNICE, no solo es aliada fiel del Gobierno, sino que le sirve para
adoctrinar a los jóvenes que construyen el futuro gracias a una beca
gubernamental y para distribuir la cartilla moral del santo Reyes, que tanto le
gusta al Presidente al grado de que la sacó del cajón de los trebejos
intelectuales y ordenó su reimpresión masiva.
Desde luego,
no se debe olvidar que, desde el surgimiento de su candidatura, el Presidente
se alió con el partido impulsado por grupos evangélicos, Encuentro Social, y
que le garantizó una ingente representación legislativa a pesar de su exigua
votación que lo llevó a desaparecer. Pronto veremos renacer al PES de sus
cenizas –con registro y nombre nuevos, aunque con la misma sigla– en un
renovado intento por consolidar la presencia evangélica en la escena electoral,
de manera similar a lo que ocurre en el resto de América Latina, donde el
avance del cristianismo ha sido vertiginoso durante los últimos años, impulsado
por sus sus hermanos de Estados Unidos, pero arraigados entre la población más
pobre de la región, donde el catolicismo parece en retroceso.
Ahora, una
senadora de la coalición gubernamental ha lanzado una iniciativa cuidadosamente
elaborada para ampliar el margen de acción de las organizaciones religiosas en
la vida pública, aumentar su capacidad legal de hacerse con recursos y abrirles
espacios en los medios de comunicación. Un proyecto de ley que va más allá de
lo concedido hace 28 años por el gobierno de Salinas de Gortari, antes tan
denostado por López Obrador, pero que ahora parece perdonado. Lanzada como una
suerte de globo sonda para medir el clima social, aunque parece no tener
respaldo suficiente en el grupo parlamentario de MORENA y ya el Presidente se
ha distanciado de ella, la iniciativa representa un intento evidentemente
diseñado desde los despachos jurídicos de las propias iglesias beneficiarias
para darle la vuelta a la laicidad constitucional del Estado mexicano y
fortalecer su influencia social.
Es ahí donde
esté en verdad el conservadurismo mexicano, aliado sin ambages al actual
gobierno y cercano a las querencias presidenciales. Son ellos los que impedirán
el avance de reformas en materia de derechos reproductivos de las mujeres, en
política de drogas o en protección de la diversidad sexual. Son ellos los que
propagan la cruzada contra la supuesta ideología de género. La coalición de
poder, en la que también hay algunos grupos definidos de izquierda, pero que
parece dominada por los partidarios de la retranca, puede acabar implosionando
por sus contradicciones internas, pero lo más probable es que veamos la
claudicación oportunista de quienes defienden agendas de derechos ante la
embestida de los auténticos conservadores enquistados en el mazacote amorfo de
intereses encabezada por López Obrador.
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