Raymundo
Riva Palacio.
En los
últimos días, el gobierno dio pasos para atrás en el linchamiento del
exsecretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, detenido la semana
pasada en Dallas, acusado por la Fiscalía de Brooklyn de vinculación con el
Cártel de Sinaloa. El presidente Andrés Manuel López Obrador dejó de llamarlo
corrupto y señalarlo como culpable de delitos que aún faltan por probarse,
rectificó en la purga de funcionarios que hubieran trabajado con él, y lo más
relevante, anunció que no habrá investigación en México en su contra. Un giro
de 180 grados en cuestión de horas, que lleva a pensar qué sucedió en Palacio
Nacional. Fue una decisión inteligente, por prudente. Este caso es extraño y no
se sabe con certeza la motivación detrás de la acusación.
La acción
del Departamento de Justicia en contra de García Luna es un misterio, empezando
por las dialécticas internas en la comunidad de inteligencia estadounidense. Un
dato es que lo capturaron alguaciles federales –U.S. Marshalls–, con quienes
García Luna no tiene buena relación. ¿Temía el Departamento de Justicia que si
se apoyaban con la DEA o el FBI podría haber una filtración? Los nexos de
García Luna con la comunidad de inteligencia mundial se extienden por más de 30
años, y sus socios en la consultora GLAC incluyen a quien encontró a Osama bin
Laden en Pakistán, y a quien destruyó el Cártel de Cali y formó parte de la
unidad que abatió a Pablo Escobar, líder del Cártel de Medellín.
El porqué
del uso de alguaciles obliga a no soslayar que la comunidad de inteligencia con
la que compartió información secreta, es la misma a la que el presidente Donald
Trump maltrató cuando llegó a la Casa Blanca. La comunidad, se puede
argumentar, le pasó la factura al denunciarlo como traidor por violar la
secrecía del cargo e involucrar a Ucrania en las elecciones presidenciales de
2020. ¿Acaso la detención de García Luna sería la respuesta de Trump? Difícil
saberlo ahora, pero la imputación en sí misma parece una crítica a la comunidad
de inteligencia, que nunca se dio cuenta –sería el argumento– que con quien
compartió información, trabajaba para narcotraficantes.
La acusación
de la Fiscalía parte de una declaración ante un Gran Jurado de Luis El Rey
Zambada –que no ratificó en el juicio a Joaquín El Chapo Guzmán–, donde afirmó
que le había entregado de tres a cinco millones de dólares a García Luna de
parte de su hermano, Ismael El Mayo Zambada. Esa imputación la había hecho en
2009, luego de que el equipo de García Luna lo detuvo en la Ciudad de México, y
antes que lo extraditaran a Estados Unidos, lo que originó una investigación de
la DEA y el FBI sobre el exsecretario, que duró dos años, y a cuyo término lo
exoneraron de toda culpa. Es decir, la acusación de la Fiscalía ya fue
investigada en Estados Unidos. No le perdieron la confianza a García Luna, y
siguieron trabajando coordinadamente, compartiendo información sensible.
Al terminar
el gobierno del presidente Felipe Calderón, donde fue un secretario
superpoderoso, se fue a vivir a Estados Unidos. Lo contrató el Departamento de
Estado para construir un modelo de seguridad pública en varios países de
América Latina, y al fundar GLAC, la consultora en seguridad, requirió un
permiso especial del Pentágono y la CIA porque sus sistemas estaban conectados
a sus bases de datos. Esto hace inverosímil las acusaciones de la Fiscalía,
cuando menos hasta este momento, y habrá que esperar el juicio y que presente
sus evidencias. Pero, para efectos de argumentación, si en realidad hay
suficiente material para inculparlo, García Luna probablemente declarará bajo
juramento. Dependiendo de lo que le pregunten, deberá decir lo que sabe. Y en
esta disyuntiva, hay dos escenarios.
El primero
es que la CIA, como sucedió a fines de los 70 contra el entonces jefe de la
Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nassar Haro, acuda ante el juez y pida
sobreseer el caso por razones de seguridad nacional. La otra es lo que el
gobierno mexicano y sus voceros deben considerar: García Luna fue el
responsable de la contrainteligencia del Estado mexicano durante varios años, y
más adelante construyó la base de datos criminal más importante de América
Latina. Su trabajo constituyó en vigilar lo que hacían las agencias de
inteligencia extranjeras, y más adelante investigar las redes criminales en
México y sus vinculaciones en el extranjero, que lo llevó, como se vio en sus
años al frente de la Policía, a descubrir diversas redes de protección
institucional.
La
información que tiene es de seguridad nacional para los dos países y ha
guardado secretos de Estado que, de obligarlo a declarar en Brooklyn, podría
revelar acciones y operaciones que comprometan a las agencias de inteligencia.
García Luna siempre ha sido hermético en lo que sabe, pero varias operaciones
que realizó durante más de tres décadas ocupando altos mandos de seguridad e
inteligencia, que son públicas, conectan con políticos, empresarios y
periodistas vinculados o presuntamente vinculados con los cárteles de la droga,
sobre todo con el de Sinaloa y su escisión, los hermanos Beltrán Leyva.
Varios
funcionarios del gobierno de López Obrador trabajaron en paralelo con él –no
los que estuvieron bajo su mando–, y algunos se vieron involucrados en acciones
irregulares, al menos, o fueron vistos con sospecha por sus relaciones
demasiado cercanas con narcotraficantes. La idea que tiene el gobierno es que
García Luna podría aportar información contra expresidentes, sobre todo
Calderón. En realidad, Estados Unidos no lo necesita para obtener información
delicada contra los expresidentes. Ya la tiene. Si no son ellos, ¿quién sería
una persona de interés? Cada quien que saque sus conjeturas.
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