Adela
Navarro Bello.
Si los
mexicanos han padecido un gobierno en épocas recientes –con perdón de otros
presidentes- fue el de Enrique Peña Nieto. La corrupción desbordada, la
seguridad rebasada, el Estado de Derecho minimizado, la impunidad por todo lo
alto, fueron parte del contexto que se vivió en el país de 2012 a 2018.
Sin una
guerra contra las drogas, de hecho, con un plan para el México en paz, el
sexenio del priísta Enrique Peña Nieto terminó con más de 150 mil ejecutados,
rebasando los poco más de 120 mil registrados en la administración anterior, la
de Felipe Calderón Hinojosa. El cártel Jalisco Nueva Generación se impuso a
fuerza de plomo, sangre y corrupción, en presencia territorial al cártel de
Sinaloa, también en el sexenio de Peña.
El crimen
organizado amplió sus tentáculos a la extorsión, el secuestro, los asesinatos y
las desapariciones, casos como el de Ayotzinapa con la desaparición de 43
estudiantes normalistas, Tlatlaya donde 22 personas fueron ejecutadas por un
pelotón de infantería, o la matanza de Apatzingan donde 16 civiles fueron
asesinados por fuerzas federales, vulneraron a la sociedad mexicana, y las
investigaciones tienen muy pocos responsables –cuando los han determinado- en
prisión. Las deudas siguen pendientes, en una época en la que el nivel de
impunidad en los casos de asesinatos sobrepasaba el 90 por ciento (no que esto
haya mejorado, pero ahora la Fiscalía General de la República se supone es
autónoma).
En
materia de corrupción, nunca como en ese sexenio se documentaron tantos casos
de abuso de poder, de peculado, de tráfico de influencias. Aun cuando no
necesariamente por parte de las instancias que deben investigar la comisión de
esos delitos, pero en trabajos periodísticos, en investigaciones de grupos de
la sociedad civil y análisis de medios especializados, quedaron consignados los
actos de corrupción.
Fue
precisamente en la administración de Peña Nieto en la cual se documentó la
Estafa Maestra, un entramado para defraudar al Estado Mexicano por más de 7 mil
millones de pesos, utilizando diversas Secretarías, Universidad y empresas
fantasma, caso por el cual únicamente Rosario Robles está en proceso y en
prisión.
Al tiempo permanece
prófugo Emilio Lozoya Austin, ex director de Pemex y persona cercanísima al ex
Presidente de la República durante su campaña, por una investigación
internacional –tardíamente llevada a cabo en México- que implica millonarios
sobornos, en dólares, por parte de la compañía Odebrecht y a cambio de
contratos para la construcción en el sector energético.
De los
gobernadores, vaya con los gobernadores. Javier Duarte de Ochoa, quien era el
cachorro priísta del sexenio de Peña se convirtió en un prófugo de la justicia
primero, y preso después, por defraudar a la administración de Veracruz; dejó
además un pasivo por casi 90 mil millones de peso, y él y su familia se
enriquecieron al amparo del poder, su esposa de hecho también es oficialmente
investigada, mientras a él se le acusa de abuso de autoridad, coalición de funcionarios
públicos, peculado y tráfico de influencias.
Lo mismo
ocurrió con otros que fueron gobernadores en la época de Peña, como César
Duarte en Chihuahua, Roberto Borge en Quintana Roo, entre otros.
En la
mayoría de los casos, aun cuando no es oficial, se presume que parte del
recurso extraído de las arcas públicas, por ejemplo, en la Estafa Maestra, en Chihuahua, en el
caso Odebrecht y en Veracruz, fue utilizado para invertir dinero apócrifo en
campañas electorales a beneficio, por supuesto del PRI.
El propio
Enrique Peña Nieto tuvo sus desaguisados cuando le fue descubierta, también en
una pieza periodística, su casa blanca, una mansión por arriba de los 7
millones de dólares en una exclusiva zona de la Ciudad de México, adquirida con
beneficios pocas veces vistos, al constructor favorito del gobierno, Juan
Armando Hinojosa de Grupo Higa. Con todo y que el Presidente y su
administración decidieron en su momento lanzar al ruedo a la ex primera dama,
como la propietaria y legítima compradora de la casa, el tráfico de influencias
como mínimo, fue un delito que no fue debidamente investigado. Como en el caso
de la casa de Malinalco adquirida en similares condiciones por el ex secretario
de Hacienda, Luis Videgaray, Peña fue absuelto por su gobierno a través de la
Secretaría de la Función Pública.
Otros
hechos de corrupción fueron los contratos y concesiones a OHL, las transas en
la construcción y concesión de obras en la Secretaría de Comunicaciones y
Transportes que encabezaba Gerardo Ruiz Esparza, como el paso exprés de
Cuernavaca que se colapsó.
Por todos
estos casos, y otros que quizá se escapan ante la abundancia de corrupción que
hubo en el sexenio pasado, el Presidente Andrés Manuel López Obrador –entre
otras variables- ganó la elección. Prometió cambiar el sistema y la forma de
gobierno en México, de llevar a los corruptos a investigación, de castigar la
corrupción, de acabar con la mafia del poder. Pero no lo ha hecho. Salvo Robles
Berlanga, los priistas acusados de corrupción permanecen impunes todos,
empezando por el Presidente Enrique Peña Nieto.
Frecuentemente
ante la evidencia de la impunidad que rodea a todo lo que sucedió en el sexenio
de Peña –salvo el caso de Rosario Robles y el de Emilio Lozoya- se presume
existe un pacto de impunidad entre el gobierno que salió y el que ya cumplió un
año en el poder. Y aunque se ha negado, lo que es un hecho es que para el
Presidente Andrés Manuel López Obrador, el de Peña Nieto es un sexenio
inexistente. El descargo de sus batallas contra la inseguridad y la corrupción
las remite de manera frecuente al sexenio de Felipe Calderón Hinojosa,
saltándose la estela de corrupción del peñanietismo. Manteniéndolo con ello, en
la impunidad, a pesar que prometió enjuiciar a los ex presidentes.
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