Salvador
Camarena.
Hace no
mucho, un embajador de la Unión Europea propuso a las autoridades de uno de los
estados con prisiones más problemáticas un protocolo para certificar
reclusorios. La idea parecía buena. Pero no se pudo llevar a cabo. Más que
certificación, concluyeron directivos de ese sistema carcelario, lo único que
ameritaría es dinamitarlas. Ni más, ni menos.
Si no
dinamitamos el sistema carcelario que tenemos en las entidades, para
reconstruirlo, el resultado seguro será que desde ahí se dinamite, una y otra
vez, la vida de los mexicanos.
Pero
mientras eso ocurre, más valdría empezar por reconocer que no sabemos lidiar
con la dinamita. Que la manera en que se administran (es un decir) nuestras
prisiones es de una impericia pasmosa, como ha quedado evidenciado una vez más
con la fuga el miércoles de tres internos del Reclusorio Sur de Ciudad de
México.
El intento
de explicación dado este jueves por Rosa Icela Rodríguez, secretaria de
Gobierno capitalina, es para temer lo peor.
En pocas
palabras, la funcionaria dijo que la culpa es del Poder Judicial, que permite
y/u ordena que algunos presos de alto perfil estén en el sistema penal de la
entidad más importante del país.
Uno podría
conceder algo de crédito a tan pedestre argumento si, por un lado, estuviéramos
hablando de una cárcel pueblerina tipo Ayo El Chico, Jalisco, y no de un penal
de la que se supone es la administración más sólida y seria del país.
Por otra
parte, tratar de culpar a autoridades judiciales de no poder retener a esos
tres reos mueve a la risa nerviosa al conocerse los detalles de la fuga que no
fue fuga, sino paseo por un parque: con una modesta escalera y unos alicates
burlaron campantemente los obstáculos, que eran mínimos porque encima las
esclusas no tenían candados y el personal además chofereó en un vehículo
oficial a los criminales hasta que las autoridades les perdieron el rastro.
Si la fuga
hubiera sido con un helicóptero artillado, mediante un asalto de cuadrillas de
criminales, y donde (tipo Culiacán) a la autoridad no le quedó de otra que
pensar en el mal menor, pues entonces el argumento de que “tenemos presos que
no deberíamos tener” podría valer de algo.
Pero la fuga
resultó patéticamente simple. Dinero y/o amenazas para que los custodios
pusieran un tapete rojo a los fugados, sumada a la cuasicertidumbre de que
ninguno de esos funcionarios podría resistir el “plata o plomo” porque sus
jefes en el gobierno son entre incapaces, indiferentes o lejanos.
Porque nadie
sospecharía que hubo complicidad en las altas esferas gubernamentales, por lo
que la señora Rodríguez debería ya dejar de repetir que ella también, como todos
en su secretaría (encargada de las cárceles), está bajo investigación.
Para qué
sospechar eso si queda clarísima su incompetencia: lleva catorce meses en el
puesto y se le fugan como Lavolpe al Mundial: caminando.
La mejora en
la calidad de vida en Ciudad de México pasa por las cárceles. Extorsiones,
secuestros, robos y hasta narcotráfico se operan desde ahí.
Los casos de
extorsión tipo la madre de Denise Dresser o los engaños aleatorios con llamadas
telefónicas desde centros telefónicos masivos instalados en las prisiones son
una industria intocada por las autoridades de la Ciudad de México.
Que ya no
nos presuman la señora Rodríguez y la doctora Sheinbaum que están siendo
transparentes e informando lo que pueden sobre su bochornosa incapacidad para controlar
las cárceles.
Fueron
puestas ahí para resolver el problema, no para recordarnos con su impericia que
la dinamita que será arrojada hacia afuera de los penales tiene la mecha
prendida.
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