Diego
Petersen Farah.
Es oficial,
decrecimos. Pero, para efectos prácticos da igual. Cero o menos punto uno es lo
mismo: un fracaso para el gobierno y una tragedia para miles de familias
mexicanas que vieron mermados sus ingresos y reducidas sus expectativas. Lo
hemos dicho una y otra vez, no hay programa social que supla la pérdida de un
empleo en una familia, no es cierto que exista desarrollo sin crecimiento
económico, mucho menos que el PIB sea una medición neoliberal. Valga una
analogía: un médico que estableciera que el pulso del paciente es lo único
importante, pues demuestra que está vivo, lo calificaríamos de inhumano, pero
un médico que diga que el pulso no es importante lo tildaríamos de loco. Los
mismo para con el crecimiento económico: quitarnos la idea de que el
crecimiento es el único indicador importante en la economía y que hay que medir
también el desarrollo y el bienestar es un cambio inteligente y plausible, pero
decir que si no crecemos no pasa nada porque la gente está feliz con los
programas sociales es falaz.
El
crecimiento mediocre de las tres administraciones anteriores fue larga y
profusamente diagnosticado (tuvimos 18 años para hacerlo). Una de las
principales taras que inhibían el crecimiento del país era el llamado ambiente
de negocios; dicho en castellano, la corrupción. La administración de López
Obrador llegó al gobierno con el mandato y la bandera del combate a la
corrupción, pero la manera de hacerlo no fue quirúrgica y fina sino a
machetazos, anteponiendo la eficacia política de las acciones a la aplicación
de la ley. La suspensión del aeropuerto de Texcoco fue el primer caso, pero no
el único, le siguieron la cancelación de contratos de energía y petróleo, el
embate a las instituciones de control, el discurso beligerante y polarizador,
pero sobre todo los juicios sumarios hechos desde el púlpito mañanero donde se
anuló uno de los principios básicos del sistema jurídico: la presunción de
inocencia.
El
Presidente le encargó al jefe de la oficina de la presidencia, Alfonso Romo,
que se hiciera cargo de coordinar al gabinete económico para detonar el
crecimiento (ese que dice que no es importante). Unificar las visiones cada vez
más contradictorias entre el Secretario de Hacienda, Arturo Herrera, y la
Secretaria de Energía, Rocío Nahle; entre la Secretaria de Economía, Gabriela
Márquez, que fue a Davos a criticar el libre comercio mientras en México el
Presidente y parte del gabinete celebraba la firma del T-MEC; entre la propia
visión de Romo sobre la inversión privada en petróleo y electricidad frente a
la tozudez de Bartlett y Romero. Pero de nada servirá este esfuerzo si el
Presidente sigue todos los días minando la confianza y poniendo en tela de
juicio la certeza jurídica.
El problema
del crecimiento económico es político. El paso del mediocre dos por ciento
promedio de los últimos años a cero no está vinculado con un cambio en la
estructura económica, ni con una crisis de las finanzas del sector público, es
producto de la incapacidad del gobierno para ejercer el gasto, sí, pero sobre
todo de la falta de certidumbre. El problema es la desconfianza y, digámoslo
por su nombre, esa fábrica de contradicciones que es la mañanera.
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