Jorge Javier
Romero Vadillo.
Como suele
ocurrir en este Gobierno, fue una instrucción del señor del gran poder, dictada
desde el pedestal donde perora cotidianamente, la que terminó con el conflicto
abierto entre la Secretaría de Gobernación y el Instituto Nacional Electoral
por la intención de la primera de hacerse con la información biométrica de
todos los electores resguardada por el segundo, con el objeto de utilizarla
para crear una nueva cédula de identidad para todos los mexicanos.
Con muchas
razones, el órgano electoral se negó a entregar esa información, proporcionada
de buena fe por cada uno de nosotros al Registro Federal de Electores para
contar con una credencial para votar con fotografía que, por su confiabilidad,
se ha convertido en los hechos en el documento nacional de identidad, a pesar
de no serlo de manera oficial. Vale la pena recordar la historia de esta
identificación para entender la justeza de las razones del INE y para plantear
una ruta razonable que lleve a su sustitución –la creación de una cédula
paralela sería un despropósito– por un documento único de identidad, de valor
oficial más amplio, que llegare a sustituir a todos los registros oficiales,
desde el de causantes hasta los de la seguridad social.
Durante toda
la época clásica del PRI, desde la ley electoral de 1946, el padrón electoral
fue un listado incierto y manipulable de la ciudadanía con derecho al voto. Las
personas se inscribían y a cambio recibían una credencial de papel sin mayores
datos que el nombre, el domicilio y la sección electoral en la que le
correspondería votar a cada quien. Es de sobra conocido que ese documento
carecía de certezas básicas para garantizar el principio básico de una persona,
un voto, y su manipulación fue una práctica común en un país donde las
elecciones eran una simulación.
Las listas
nominales de electores estaban pobladas de muertos y de duplicados y era
frecuente que se tuvieran múltiples identidades electorales o registros en
varios domicilios, lo que permitía todo tipo de prácticas fraudulentas a la
hora de los comicios, conocidas con nombres folclóricos, como “el ratón loco” o
“el carrusel”. Los difuntos solían volver de ultratumba para emitir su sufragio
y el padrón era un catálogo incierto de la ciudadanía mexicana, que permitió al
partido del régimen la institucionalización informal de la manipulación
electoral, tanto federal como local, ya fuera para evitar el triunfo de los
candidatos opositores como para abultar artificialmente las votaciones
favorables al PRI, en un país donde solo votaban las clientelas cautivas, pues
todos sabían que las votaciones no eran otra cosa que una ficción aceptada para
legitimar las decisiones centralizadas en la Presidencia de la República sobre
quienes gobernarían o legislarían en todos los rincones del país.
Después de
las inciertas y de seguro fraudulentas elecciones presidenciales y legislativas
de 1988 –las más competidas desde 1952 debido tanto a la escisión del PRI, de
la que surgió la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, como a la eclosión del
PAN, que desde 1983 se había convertido en el vehículo para canalizar
electoralmente el descontento empresarial y de clases medias conservadoras
provocado por la expropiación bancaria de 1982 y por la crisis económica en la
estaba inmerso el país–, el sistema electoral controlado por el gobierno se
hizo insostenible. Las elecciones locales habían sido en los años previos una
fuente constante de inestabilidad y, en lugar de servir de coartada
legitimadora, minaban una tras otra la legitimidad del dominio priista, pero el
desaseo de la elección federal, que había culminado con la “caída del sistema”
de la noche de los comicios, hizo indispensable un nuevo pacto para evitar una
ruptura institucional de proporciones mayúsculas.
Fue así como
comenzó un ciclo de pactos políticos que, finalmente, condujeron al de 1996,
del que nació el actual sistema electoral. El primero de aquellos pactos fue a
dos bandas, entre el PRI y el PAN en 1990 y de ese nació el Instituto Federal
Electoral, todavía no autónomo, pero si profesional, con un cuerpo de funcionarios
reclutado por concurso y con un sistema de incentivos ligado al desempeño y no
a la lealtad política, y un nuevo padrón electoral levantado con técnicas
censales y que es la base del padrón vigente. El levantamiento del nuevo padrón
se hizo con visitas domiciliarias, lo que lo hizo confiable y veraz, aunque no
contó aún con un documento que garantizara la identidad de los votantes
registrados con toda certeza.
La
credencial para votar con fotografía fue resultado de una reforma ulterior, en
1993, para darle mayores garantías a la elección de 1994. Fue un paso
fundamental para garantizar el derecho a la identidad en un país que hasta
entonces era de indocumentados o, peor, de inciertamente identificados. Los
mecanismos con los que el Registro Federal de Electores garantizó la expedición
de la nueva credencial hicieron que pronto esta adquiriera un prestigio que la
convirtió con el tiempo en la identificación nacional por antonomasia, mientras
que el mandato constitucional de creación de una cédula de identidad nacional
se fue postergando, hasta convertirse en papel mojado.
El pacto de
1996, que dotó de autonomía plena al IFE y consolidó la existencia del servicio
profesional electoral, contribuyó a que se institucionalizara la credencial
para votar como documento de identidad. Gradualmente, sus elementos de
seguridad se han ido haciendo cada vez mejores y ha contribuido a la confianza
social en su valor como identificación. De ahí que sea un despropósito pensar
en duplicarlo con otra cédula en estos tiempos.
Desde luego
que se puede aspirar a que la credencial para votar evolucione hacia un
documento nacional que identifique nuestras múltiples identidades ciudadanas.
Tanto para el Estado como para todos los mexicanos sería mejor contar con una
sola clave y una sola identificación, pero ello solo sería posible como
resultado de un nuevo pacto del calado del de 1996 o mayor, de manera que fuera
un organismo evolucionado a partir del INE, una suerte de Instituto Nacional de
la Ciudadanía, igualmente autónomo con un cuerpo igual de profesional y con
mayores capacidades técnicas, el encargado de generarla con criterios estrictos
de protección de datos y certidumbre en su elaboración. Sin embargo, eso es
impensable en el momento actual, en el que se ejerce el Gobierno de manera
facciosa y clientelista y sin fuerzas políticas de contrapeso para garantizar
los términos del nuevo arreglo. Por lo pronto, quedémonos con la credencial del
INE, que funciona bien, aunque quede pendiente el tema de la identidad con
certidumbre de los menores de edad, después del fallido experimento de hace
unos años.
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