Salvador
Camarena.
Huevitos
rancheros (sin jamón, porque estamos en detox), té de limón y mandarinas. Un
desayuno en toda forma. En la megapantalla el Mainz va perdiendo en la liga
alemana. El sillón es confortable, hay enchufe eléctrico al alcance de la mano,
así que celular y kindle están conectados para que en el vuelo no vaya a faltar
distracción. Y nada de preocuparse porque te deje el avión: Luisa, la mesera,
avisará apenas nos asignen puerta de embarque y te dará tiempo de pasar a un
baño limpio donde un señor da toallitas para que te seques. ¿Quién dijo que el
aeropuerto de Ciudad de México se está cayendo? Quienes así lo hayan asegurado
están malitos de su forma de ver.
No será
Schipol, pero ese viejito llamado AICM funciona más que bien… si tienes dinero
para navegar en esa instalación.
Es como todo
en México, si pagas, o si te agencias una manera de parecer que pagas, tu
experiencia en el AICM resultará llevadera.
Llegas y
tienes una fila especial para documentar gracias a tu tarjeta tornasolada. Así
que sufrir sufrir, lo que se dice sufrir a la hora de arribar al Benito Juárez,
pues no.
Para entrar a
la zona de revisión también puedes, al menos en la Terminal 2, usar la fila
viaypi. Otra democrática línea que te ahorras.
Pasando el
escáner de seguridad están las tiendas. Chingos y de todo tipo. Al aeropuerto
que supuestamente no le caben más vuelos, sí le entran tiendas en pasillos y
recovecos. No habrá baños con agua corriente, pero abundan comercios,
restaurantes y bares. ¿Cómo puede ser eso? Fácil: la autoridad aeroportuaria
(es un decir) vive para recibir dinero de los permisos, no para gestionar
servicios dignos a los pasajeros. Y en vez de protestar, estos buscan la manera
de escapar al nivel privilegiado.
Así llegas a
la sala prayoriti. Orgulloso sacas de la cartera una de esas membresías que
quién sabe quién inventó, pero tú pagas anualmente sin disgusto. Al cruzar la
puerta no disfrutas tanto del humeante café Punta del Cielo como del hecho,
inconfesado, de saber que otros no pueden estar ahí: en versión viajera,
lograste que tu césped siempre luzca más verde que el del prójimo.
Porque en el
AICM funciona, y nada mal, lo que es negocio para unos; qué más da si la
terminal aérea no tiene un servicio decente de llegadas y salidas de vuelos.
Los dutifri
están luminosos y retacados de cosmopolitas mercancías. El servicio y los
productos de restaurantes y cafeterías no desmerecen en calidad a sus
sucursales de Coyoacán o Polanco. ¿Por qué entonces los espacios que no están
concesionados a un giro comercial están del nabo?
La pregunta
es la respuesta.
Administraciones
anteriores y la presente saben que para un mexicano es preferible pagar derecho
de piso por el privilegio, a exigir servicios dignos para todos.
Por eso en
el mes quince del nuevo gobierno la parte pública del AICM es la misma
porquería que desde hace años. O peor.
Y desde las
salas de espera privadas somos como ratas del Titanic creyendo que en el
exclusivo salón de banquetes no habrá naufragio que valga.
Pero el AICM
se hunde, aunque el boyante negocio de unos cuantos, y la ilusión de muchos más
que se creen a salvo del desastre, apoltronados en las salas exclusivas, haga
pensar lo contrario.
Ah, pero
estaríamos mejor si Andrés no hubiera cancelado el NAIM. Sí, cómo no.
Y es que no
es el aeropuerto, somos nosotros, que siempre pagamos por desentendernos de los
problemas comunes.
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