Jorge Javier
Romero Vadillo.
Las
elecciones de 1979, a pesar de ser intermedias y de que solo se elegían
diputados federales, representaron un momento histórico. Después de 33 años de
ausencia en los procesos electorales formales, el Partido Comunista Mexicano
volvió a aparecer en las boletas y obtuvo cerca de un millón de votos, equivalente
a poco menos del cinco por ciento de la votación total efectiva. Aquellos
comicios fueron los primeros posteriores a la reforma política de 1977, la cual
abrió el hasta entonces fuertemente protegido sistema de partidos, que desde
1946 solo había permitido la participación de partidos que contaban con la
venia del régimen.
Las
elecciones de 1979 representaron no solo la apertura del régimen del PRI –hasta
entonces caracterizado por la existencia de partidos comparsa que, a excepción
de Acción Nacional, presentaban en las elecciones presidenciales al mismo
candidato oficial– sino también reflejaron la conclusión de un prolongado
tránsito transformador de los comunistas mexicanos, que desde un par de décadas
atrás habían comenzado a moverse desde un prosovietismo totalmente acrítico
hacia posiciones cada vez más identificadas con lo que por aquellos años era la
corriente eurocomunista, encabezada por el Partido Comunista Italiano, que a
partir de la crítica a la Unión Soviética había adoptado posiciones cercanas a
las de la socialdemocracia.
La
incorporación de los comunistas a las contiendas electorales en México
significó un soplo de aire fresco en el enrarecido clima del autoritarismo
priista, al tiempo que condujo a que el propio PCM decidiera su autodisolución
un par de años después para confluir con otros grupos en el Partido Socialista
Unificado de México, con la intención de construir un polo electoral de
izquierda democrática, a pesar de los resabios estalinistas que todavía
subsistían en muchos de sus integrantes, pero también con las visiones
novedosas aportadas por el grupo proveniente del Movimiento de Acción Popular,
de orientación socialdemócrata. El PSUM nació como un proyecto modernizador de
la izquierda mexicana, comprometido con la política electoral y con una agenda
reformista.
El trayecto
del PSUM fue accidentado. Pronto vivió escisiones y tuvo que competir por el
electorado de izquierda con otras fuerzas que obtuvieron su registro en las
elecciones de 1982 (PRT) y 1985 (PMT), de ahí que en 1987 su dirección optara
por dar paso a un nuevo proceso de ampliación para formar una corriente
electoral más vigorosa con la cual participarían en las elecciones de 1988. La
nueva organización, el Partido Mexicano Socialista, incorporó a corrientes que
provenían del radicalismo izquierdista, pero sobre todo sumó al Partido
Mexicano de los Trabajadores, encabezado por Heberto Castillo, quien se perfiló
desde el principio como el candidato presidencial de la nueva formación.
El PMS, con
todas sus contradicciones internas, se concebía como un partido con un claro
perfil de izquierda, heredero de la tradición comunista, pero que transitaba
rápidamente hacia un pragmatismo democrático que, eventualmente pudo ser la
base de una fuerza electoral que defendiera una agenda laica, reformista y
distributiva. Sin embargo, la escisión del PRI encabezada por Cuauhtémoc
Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo y que resultó en la candidatura presidencial del
primero, acabó por arrollar al proyecto. Como bola de nieve, la candidatura de
Cárdenas creció y pasó por encima del enclenque PMS y de su candidato
presidencial. Poco antes de la elección de 1988, Heberto Castillo declinó a
favor de Cuauhtémoc y el incipiente partido quedó inmerso en la abigarrada
coalición construida en torno a los disidentes del PRI.
Aunque el
PMS sobrevivió al aluvión electoral, quedó mermado por la fuerza de atracción
del cisma priista. En torno a la protesta por el fraude electoral se fue
articulando los que en mayo de 1989 se constituyó como Partido de la Revolución
Democrática, identificado ideológicamente no con la izquierda democrática sino
con el nacionalismo revolucionario, con todas sus ambigüedades. Cuando el
naciente PRD no pudo obtener su registro por la vía de las asambleas, que la
legislación de 1986 había reinstaurado como único mecanismo para obtener la
patente que permitía la participación electoral, el PMS decidió disolverse
dentro de la nueva organización y cederle el registro que el Partido Comunista
había conquistado en 1979.
El nuevo
partido se formó como una confederación de corrientes tribales unidas en torno
al liderazgo indiscutible del ingeniero Cárdenas, quien ejerció su control no
como un líder democrático, sino como un caudillo educado en la mejor tradición
del régimen del PRI. Muchos de los que había salido con él de la coalición de
poder volvieron al redil en cuanto Carlos Salinas les ofreció empleo y
reinserción. En 1991 el estilo personalista de dirección y la competencia entre
tribus provocó la salida de cuadros relevantes más identificados con un
proyecto político deliberativo y democrático y los resultados en las elecciones
de aquel año fueron bastante malos para la nueva agrupación. En los años
siguientes los cuadros provenientes del PMS cobraron relevancia dentro del PRD,
en la medida en la que los antiguos priistas habían vuelto a sus querencias,
pero la fuerza electoral del partido no logró despegar hasta que Andrés Manuel
López Obrador se hizo con la dirección en 1996 y decidió abrir las puertas de
la organización a cualquier disidente del PRI, tuviera el pasado que tuviera,
sin reparo ideológico o ético alguno. Así, el PRD se convirtió en la opción de
salida a la disidencia del PRI y abandonó cualquier pretensión de congruencia y
todo intento de elaboración intelectual.
A partir de
1997, ya como una corriente electoral relevante, capaz de ganar elecciones con
priistas reciclados y con una cantidad ingente de recursos provenientes del
financiamiento público a los partidos, el PRD se convirtió en un botín a
capturar por quienes tuvieran más clientelas y pasó de la dependencia del
liderazgo de Cárdenas al de López Obrador, aunque con un aparato controlado por
una burocracia que no estaba dispuesta a concederle todo, por lo que finalmente
lo abandonó y se llevó a sus huestes a su propia carpa, en la que nadie le
disputara el poder. El PRD quedó convertido en un cascarón aferrado al
financiamiento público. Quienes se quedaron con el aparato se han dado cuenta
de que no sobrevivirán a su vaciamiento electoral y buscan salvar la nave con
una refundación. Sin embargo, en lugar de aceptar su propia obsolescencia
política y abrir un proceso que atrajera a grupos de jóvenes que renovaran un
proyecto democrático y progresista, han decidido regalar el registro que obtuvo
la izquierda mexicana después de décadas de hostigamiento y persecuciones a un
montón de cartuchos quemados de la derecha resentida, unidos solo por su odio a
López Obrador, con un documento patético. Parece ser que nadie les ha hecho
caso alguno.
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