Jorge Javier
Romero Vadillo.
La discusión
abierta por las iniciativas presentadas sobre seguridad interior –argucia para
regular la presencia de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, a
contrapelo de la reforma constitucional de 2008, que estableció taxativamente
el carácter civil de estas funciones– ha tenido la virtud de reabrir el debate
central: el del modelo policial necesario para garantizar la seguridad y
reducir la violencia en una democracia constitucional como la que muchos
aspiramos a construir en México.
La reiteración de la necesidad de
regular el papel de las fuerzas armadas en tareas que constitucionalmente no
les corresponden, ni les deben corresponder en un Estado democrático de derechos,
es la prueba más contundente del fracaso de las políticas públicas puestas en
marcha desde la creación del Sistema Nacional de Seguridad hace dos décadas.
Durante estos veinte años, en lugar de mejorar, la seguridad en México ha ido
en creciente deterioro, sobre todo a partir de la malhadada declaratoria de
guerra de Calderón, decidida sin una evaluación sólida de las circunstancias,
como una salida al paso que después tampoco ha sido seriamente evaluada en sus
consecuencias y ha sido seguida inercialmente por el actual gobierno,
incongruente con sus ofertas iniciales de cambio de estrategia.
La insistencia de los personeros
gubernamentales y de sus representantes en el legislativo en que se apruebe una
legislación que regularice la utilización del ejército y la marina en el
combate a la delincuencia significa el reconocimiento del abandono de sus
promesas iniciales, pues al empezar su gestión Peña Nieto planteó la
sustitución de las fuerzas armadas en estas labores por una gendarmería civil
bien entrenada y dependiente de la policía federal, junto con una estrategia de
prevención. A la vuelta de los meses, los recursos destinados a prevenir la
violencia y el delito fueron gastados de la única manera en la que los
gobiernos del PRI (y del resto de los partidos, faltaba más) saben hacerlo:
como reparto clientelista; al mismo tiempo, el proyecto de la gendarmería fue
abandonado y se interrumpió el proceso de fortalecimiento de la policía
federal.
Ante los
fracasos evidentes, la culpa se trasladó a los municipios y, en sintonía con
otras iniciativas centralizadoras, en
diciembre de 2014 Peña envió una iniciativa de mando único policial que se
enfrentó a fuertes resistencias y fue sustituida en el Senado por una propuesta
de mando mixto, sin que ninguna de las dos tuviera un buen sustento técnico ni
tomara en cuenta la experiencia de buenas prácticas policiales desarrolladas en
otros países del mundo. Ahí estamos entrampados ahora: en una discusión que no llevará a ninguna parte, mientras que cada vez
más, la seguridad se deteriora y el Estado mexicano se muestra incapaz de
cumplir con unas de sus tareas esenciales: la reducción de la violencia y la
garantía de la vida y la propiedad de la ciudadanía.
Ante el
desastre de seguridad en muchas regiones del país, desde hace tiempo se ha
vuelto costumbre que el gobierno federal, los gobiernos estatales y los
municipales se echen unos a otros la culpa de los fracasos reiterados. Ahora salen los gobernadores panistas, con
la notable excepción de Javier Corral, de Chihuahua, a pedir la aprobación de
una legislación de seguridad interior con la cual podrían lavarse las manos de
sus responsabilidades y pedir la intervención militar una y otra vez ante su
incapacidad de hacer sus tareas constitucionales.
En lugar de clamar por un marco legal
para descargar en las fuerzas armadas tareas que no les corresponden, la discusión seria debería centrarse
en el diseño policial indispensable para resolver el problema de la seguridad
en el largo plazo, lo que debe incluir una buena reglamentación del uso de la
fuerza del Estado.
No se parte
de cero. Hace mucho que distintos especialistas, como Ernesto López Portillo
durante sus años como director del Instituto para la Seguridad y la Democracia
A. C., han presentado estudios y propuestas de reforma policial basadas en la
experiencia internacional y en la investigación académica. Es evidente que el desastre en el que está inmersa la seguridad es
producto del gran problema que atraviesa todo el andamiaje estatal mexicano: la
falta de profesionalización.
El Estado mexicano se ha basado,
desde su primera construcción, en un sistema de botín que ha repartido el
empleo público entre clientelas.
Las
policías, en la base misma de la organización estatal, han sido también la expresión
más clara de incapacidad del Estado mexicano para resolver su problema de
agencia, precisamente por la falta de incentivos profesionales de largo plazo
para sus integrantes, por lo que en ellas se manifiesta de la peor manera la
venta de protecciones particulares y la negociación personalizada de la
desobediencia de la ley que ha caracterizado a la institucionalidad mexicana.
Esas policías sirvieron para
garantizar cierta seguridad y reducir relativamente la violencia en los tiempos
del arreglo autoritario, pero ya no sirven más. Es necesario reconstruirlas desde
sus cimientos. Lo primero que se debe
redefinir es el ámbito de competencia: qué le corresponde al municipio, qué a
los estados y qué a la federación en materia de seguridad y protección ciudadana.
No se trata de quitarle a los municipios toda la responsabilidad. Se trata de
acotarla a lo que pueden hacer bien, lo mismo que a los estados, con base en
policías profesionales, reclutados
con base en estrictos procedimientos de evaluación de capacidades y con
criterios de promoción y permanencia basados en el buen desempeño y la probidad
evaluados con claridad y con sistemas de rendición de cuentas externos,
auditados con precisión y vigilados por la ciudadanía.
El rediseño
necesario pasa por la revisión de los criterios actuales de certificación
policial y por la reorganización estructural de los cuerpos policiacos de todos
los niveles, no por la declaratoria de
mandos mixtos o únicos, como si por ensalmo eso resolviera los problemas de
corrupción e ineficacia. Desde luego que una reforma de este tipo cuesta e
implica un esfuerzo institucional serio de los gobiernos estatales, que se han
mostrado reacios a hacer lo que les corresponde en esta materia. Y es que invertir en mejora policial no
deja margen de ganancia para los negocios personales de los políticos, como lo
deja la obra pública, por ejemplo. Sin embargo, es ahí donde se juega buena
parte de la eficacia gubernamental.
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