Raymundo
Riva Palacio.
Hoy, la
polarización todavía está en el terreno del discurso. Eso sí, brutalmente
violenta y ruin, empapada de primitivismo en las redes sociales. Aquí no hay
buenos y malos. Todos los que participan en esa dinámica destructiva, son
miserables. Y no parece que cambiará. ¿Para dónde vamos? Imagine la mañana
siguiente a las elecciones presidenciales de 2024, en este clima de
linchamiento e irracionalidad. Quien gane enfrentará a un bloque de personas
llenas de odio, cultivado por la guerra de clases que la retórica oficial
construyó. Un alto número de ellas, según las tendencias electorales, estará no
sólo contra el proyecto contrario, sino quizá, fuera de las redes, se opondrá
en las calles a la mano, a la victoria enemiga. Este es un escenario realista,
dadas las condiciones en que vivimos. Si hoy creemos que la polarización nos
arrolla, la pesadilla que viene, si no hacemos algo, ni siquiera la imaginamos.
Los síntomas
fueron detectados en la última encuesta de aprobación presidencial de El
Financiero. Alejandro Moreno, jefe del departamento de demoscopia, explicó el
viernes cómo la brecha ideológica, llevada al primer plano por el presidente
Andrés Manuel López Obrador, se está ensanchando. Hace un año, el 84 por ciento
de los encuestados se declaraba de izquierda, y el 79 por ciento de derecha.
Para finales de noviembre, la diferencia era de 18 puntos porcentuales, que si
se midiera en votos, serían aproximadamente nueve millones de personas las que
se radicalizaron.
“La
aprobación de AMLO permanece alta y estable, por lo menos en la superficie”,
escribió Moreno. “Debajo de las aguas plácidas del 68 por ciento de apoyo, las
encuestas revelan corrientes que se mueven hacia lados contrarios, de una
manera, hay que decirlo, polarizante”. El mayor efecto diferenciador se
encuentra por grado de escolaridad, donde López Obrador perdió principalmente
el apoyo de los universitarios, aunque elevó el respaldo entre aquellos de
educación básica, donde se ubican varios de los grupos beneficiarios de los
programas sociales. Regionalmente, el país también se partió: la brecha es de
18 puntos. En el sur, al que tanto voltea López Obrador, el apoyo se mantiene
leal, pero en el centro-occidente, mayoritariamente zonas urbanas y de clases
medias, es donde menos respaldo tiene.
Las
tendencias son preocupantes, porque no hay nadie con representatividad que esté
alertando sobre los peligros que se están construyendo en la sociedad. La
polarización daña la democracia y beneficia a quienes tienen el poder, que
pueden administrarla y utilizarla para su beneficio. López Obrador ha sacado provecho
de su táctica polarizadora para ir desmantelando al Estado, levantado sobre
bases democráticas, e ir construyendo su Estado, aprovechando los avances de la
democracia para anularla.
La
polarización, evocando la obra del politólogo italiano Giovanni Sartori, genera
muchas veces fuerzas centrífugas que borran al centro. Los extremos dominan sin
puentes que los conecten, por lo que se aíslan en su etnocentrismo. Los
estudios de Sartori, que dieron nacimiento a su obra, se enmarcaban en un
sistema de partidos, que ha ido perdiendo fuerza y relevancia en los últimos
años. Pero no es la única forma de polarización, como en México lo
experimentamos diariamente. El planteamiento presidencial, repetido
miméticamente por sus cercanos y por las estructuras de altoparlantes que
tienen esparcidos en la opinión pública, plantea la división irreconciliable
entre lo tradicional y lo moderno, lo nacionalista frente a lo globalizado, lo
religioso ante lo secular, traducido a las masas como cruzadas contra la
corrupción, la reivindicación de los pobres, y el final de los privilegios de
un modelo neoliberal.
En algunos
países, la polarización rebasó el ámbito político y se incrustó en lo social,
donde, por ejemplo Caracas, muy citada en diversos estudios, hay barrios completos
segregados en esa capital donde la identidad política divide a la población. En
México ya se ve esa división por identidad y sentido de pertenencia. El oriente
y el poniente de la zona metropolitana de la Ciudad de México son un ejemplo;
el sur versus el resto del país. En México, a diferencia de Venezuela, donde la
apatía de unos benefició a la beligerancia ideológica de los otros, la
oposición a López Obrador ha crecido, no mermado, y ha elevado el tono de su
discurso, equiparándose a la sonoridad con la que les responden.
Como
demostró la encuesta de El Financiero, lejos de detenerse, estos dos trenes
avanzan a toda velocidad rumbo a la colisión. No hay nadie con
representatividad, hay que insistir, que esté pensando en el día siguiente y no
en el mañana inmediato. Las respuestas, cuando se hacen las preguntas, son
infantiles: yo no empecé, fue la otra parte. El encono marca el momento, pero
no tiene que definir el futuro. Si permanecemos insensibles y lejanos al
fenómeno que alimenta el odio, pagaremos todos por culpa de todos, que no
frenamos a los pocos que lo estimulan.
Hay tiempo,
ciertamente poco al ver los comportamientos mexicanos, para hacer algo. La
reconciliación no debe ser un acto de fe ni un discurso fácil, sino un
ejercicio de construcción real. No hay en estos momentos actores que puedan
construir los puentes necesarios, rotos mucho antes que llegara López Obrador a
la Presidencia. Se necesita un mecanismo, quizás integrado como un consejo que
tenga interlocución con las dos partes, para sentarlas y que se empiecen a
tener confianza –generando certidumbre política, no acto de fe–, dialoguen y
construyan las condiciones para un rencuentro nacional. No se trata de un
modelo de negociación transicional, sino uno que evite que la transición
democrática se termine de descarrilar, y tengamos la impronta de un
autoritario, que alimentaron todas las partes.
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