Raymundo Riva Palacio.
Un año después, lo que sostiene al gobierno de Andrés Manuel
López Obrador es su palabra. Es poderosa y persuasiva, que sin pudor alguno le
permite decir mentiras, aceptar que ha incumplido sus promesas de campaña, y
actuar igual en muchos aspectos como los gobiernos del pasado que trata con
desprecio, y ser peor, en otros aspectos, que todos ellos. Pero la forma como
comunica y la maquinaria detrás de su mensaje para machacar el discurso, ha
hecho magia para evitar el colapso de su gobierno, que al cumplir un año es un
desastre, en función de los resultados. El teatro montado en Palacio Nacional
todas las mañanas le ha permitido la gobernanza. No será sexenalmente eterno,
pero por ahora, le ha dado el oxígeno suficiente para mediatizar a millones de
mexicanos que no alcanzan a ver las contradicciones de su verbo, y permanecen
engañados por su eléctrica personalidad.
Lo que para muchos parece una retórica chocante, para la
mayoría, a decir de las encuestas de aprobación presidencial, les sigue
pareciendo una realidad. Lo más sorprendente es cómo la contradicción más
evidente sigue siendo el engaño más notable para los mexicanos. Se trata de su
estribillo retórico del neoliberalismo. Ayer se volvió a referir
despectivamente a los “gobiernos neoliberales” de los últimos 36 años. Varios
funcionarios en su gobierno fueron parte de ese cambio, pero es secundario. Lo
relevante es que el sustento del proyecto de López Obrador es tan neoliberal, o
más, que los anteriores: el Presupuesto es el más draconiano de este siglo, y
el dogma fiscal es el más riguroso. Se ha endeudado como los gobiernos sobre
los que vomita todos los días –500 mil millones de pesos este año, mayor para
el próximo–, aunque insiste que eso no sucede.
La mentira diaria es parte del estilo para mantener el
consenso. López Obrador es políticamente liberal en el discurso, pero
profundamente conservador en los hechos. Su política de transferir recursos
directamente a la gente es lo más alejado a una visión progresista y de
izquierda. Es el ideal de los neoliberales, donde la reducción del papel del
gobierno en la vida diaria es fundamental para el modelo. Milton Friedman,
premio Nobel de Economía y padre de la Escuela de Chicago, donde la tecnocracia
–que critica López Obrador– fue llevada a un nivel superior, propuso en los 50
el “cupón educativo”, donde, como en los programas sociales actuales, se
transfería directamente el dinero a los padres para que escogieran las escuelas
de sus hijos. La diferencia es que en aquel modelo había supervisión del gasto;
en el del Presidente, no la hay, lo que abre las puertas a la corrupción.
La corrupción, precisamente, es la otra trampa del discurso.
El mensaje que amartilla su aparato de propaganda es que la falta de
crecimiento y desarrollo estaba totalmente asociada con el dinero que se
embolsaban en el viejo régimen, que ha demolido, no resuelve la contradicción
de por qué sin ese sistema putrefacto, donde todos robaban, el país está hoy
peor que hace un año en términos económicos. Si ya no se roban nada, porque
López Obrador aseguró hace unos días que la corrupción se había erradicado, por
qué se crece a cero por ciento –de más de 2 por ciento el año pasado–, se
desplomó la construcción, aumentó el desempleo, hay menos consumo, la
producción industrial disminuyó, y la actividad económica en general viene en
retroceso. Si la corrupción se acabó debería haber más dinero. ¿Por qué
entonces hay menos? Si se cortó la sangría, ¿por qué los recursos no alcanzan?
La duda es si es porque la corrupción continúa o porque la incompetencia del
gobierno es de epopeya.
Hay un argumento que permite plantear la hipótesis de que no
es sólo por incompetencia, sino por corrupción o desvío de dinero para fines
electorales, que se puede discutir a partir de otra actitud regresiva que lo
caracteriza, la opacidad. La principal herramienta para combatir la corrupción
es la transparencia. La mayor urticaria que tiene López Obrador desde que era
jefe de Gobierno de la Ciudad de México es la transparencia. Hay un asalto y
hostigamiento sistemático a los órganos de transparencia y anticorrupción para
ser desacreditados, mientras va remplazando a sus titulares por sus empleados.
En el discurso, quienes pueden representar un contrapeso o lo critican, son
denunciados como corruptos que reaccionan ante la pérdida de privilegios. La
maquinaria propagandística de Palacio Nacional trabaja para martillar el
adoctrinamiento.
La forma como está transformando un sistema democrático en
uno autoritario ha cambiado la visión romántica que se tenía de él en el mundo,
y gradualmente está generando dudas en México sobre su honestidad. Aunque se
mantiene su aprobación en el rango de 68 por ciento promedio, todas sus
políticas públicas han sido reprobadas. Su personalidad, su magia como
comunicador, y la propaganda que lo respalda, muestran desgaste.
Un ejemplo fue el mitin que celebró ayer en el Zócalo, donde
todo el gobierno presionó a sus burócratas para que acudieran a celebrarlo. La
jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, habló con los
legisladores y operadores políticos en la capital para decirles que tenían que llevar
contingentes para mostrar músculo, necesario para que López Obrador proyecte
fuerza. Pese al esfuerzo inhibitorio para llevar al mayor número de gente, las
autoridades capitalinas estimaron en decenas de miles de personas la
asistencia.
López Obrador dijo ante ellos que se ha instaurado una nueva
forma de hacer política y un cambio de régimen. La realidad es que no hay una
nueva forma de hacer política, ni un nuevo régimen, ni es diferente. Es más de
lo mismo y en algunas políticas, peor que antes.
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