lunes, 14 de septiembre de 2020

Justicia Alternativa.


Martí Batres.

Hace más de una década se reformó la Constitución para incorporar en su artículo 17 —relativo al derecho de toda persona a la administración de justicia y a la potestad de la autoridad pública para impartirla—, la siguiente adición: “Las leyes preverán mecanismos alternativos de solución de controversias”.

Sin embargo, la reglamentación de dicho principio avanzó en el orden local, pero no en el general.

Durante el sexenio pasado se elaboró un dictamen sobre la “Iniciativa con proyecto de Decreto que contiene la Ley General de Mecanismos Alternativos de Solución de Controversias” en el Senado. Pero no llegó a aprobarse.

Hace poco, no obstante, se presentó una nueva iniciativa sobre el mismo tema, signada por varios senadores. Esto ha reavivado el debate sobre el apasionante tema de la justicia alternativa.

De hecho, en nuestro país la Justicia Alternativa tiene hondas raíces en la historia de los pueblos indígenas, en los que ahora cobra una validez jurídica actualizada en los llamados usos y costumbres que leyes de diversos estados de la República reconocen.

También los medios alternativos de solución de conflictos han alcanzado prestigio en los últimos años en el ámbito familiar, pues ayudan a resolver problemas sin dejar heridas en las relaciones familiares.

De igual manera, estos medios constituyen herramientas de pacificación.

Pero lo que les ha dado un impulso global es el campo del comercio.

La iniciativa presentada recientemente sobre este tema ha motivado diversas e interesantes observaciones de quienes se dedican al estudio o el ejercicio de los mecanismos de justicia alternativa.

Para empezar se cuestiona que los diversos medios alternativos se confundan. Entre esos medios deben contemplarse la mediación, la negociación, la conciliación y el arbitraje. Sin embargo, el arbitraje no se aborda en el proyecto mencionado y los otros mecanismos alternativos se subsumen en la mediación.

No obstante, a los mediadores no se les da el reconocimiento formal que merecen. Se les denomina “facilitadores”.

No se establece la certificación de quienes cumplen con la tarea de realizar la mediación, por la cual la autoridad jurisdiccional delega la potestad del Estado en un tercero.

Y no se les otorga la fe pública que requieren los mediadores para realizar su función con certeza y garantía.

Se abre un resquicio para que las partes nombren a un mediador sin reconocimiento formal de la autoridad y sin la capacitación adecuada.

Parece olvidarse que el convenio de mediación hace las veces de una sentencia firme de un juez, hecho que debería llamar la atención sobre el rigor académico y formal que debe tener.

No se establece el requisito de nacionalidad mexicana para los mediadores, lo cual abre grandes riesgos para los intereses nacionales en materia comercial, pues las partes de un conflicto mercantil podrían nombrar “facilitadores” extranjeros, situación que no ocurriría en el sistema de justicia tradicional jurisdiccional.

No se garantiza la gratuidad de los servicios de mecanismos alternativos de justicia que se brindan a través de programas públicos.

Se deja entender que una sentencia ejecutoriada puede ser objeto de mediación, violentando su carácter de cosa juzgada.

Siendo por su propia naturaleza de carácter voluntaria, sin embargo se sugiere que la mediación sea un ejercicio obligatorio.

No se hace la necesaria distinción entre la mediación y la facilitación de carácter penal, que tiene un tratamiento jurídico diferente.

Y finalmente, de manera equivocada, se adscribe el sistema de justicia alternativa a la Secretaría de Gobernación, cuando debería estar bajo la tutela del Poder Judicial de la Federación, pues es un medio para hacer realidad el derecho a la administración de justicia.

En todo caso, lo bueno es que se ha abierto un debate que puede tener muy positivas consecuencias para la justicia mexicana de concretarse adecuadamente.

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