Martí Batres.
Hace más de
una década se reformó la Constitución para incorporar en su artículo 17
—relativo al derecho de toda persona a la administración de justicia y a la
potestad de la autoridad pública para impartirla—, la siguiente adición: “Las
leyes preverán mecanismos alternativos de solución de controversias”.
Sin embargo,
la reglamentación de dicho principio avanzó en el orden local, pero no en el
general.
Durante el
sexenio pasado se elaboró un dictamen sobre la “Iniciativa con proyecto de
Decreto que contiene la Ley General de Mecanismos Alternativos de Solución de
Controversias” en el Senado. Pero no llegó a aprobarse.
Hace poco,
no obstante, se presentó una nueva iniciativa sobre el mismo tema, signada por
varios senadores. Esto ha reavivado el debate sobre el apasionante tema de la
justicia alternativa.
De hecho, en
nuestro país la Justicia Alternativa tiene hondas raíces en la historia de los
pueblos indígenas, en los que ahora cobra una validez jurídica actualizada en
los llamados usos y costumbres que leyes de diversos estados de la República
reconocen.
También los
medios alternativos de solución de conflictos han alcanzado prestigio en los
últimos años en el ámbito familiar, pues ayudan a resolver problemas sin dejar
heridas en las relaciones familiares.
De igual
manera, estos medios constituyen herramientas de pacificación.
Pero lo que
les ha dado un impulso global es el campo del comercio.
La
iniciativa presentada recientemente sobre este tema ha motivado diversas e
interesantes observaciones de quienes se dedican al estudio o el ejercicio de
los mecanismos de justicia alternativa.
Para empezar
se cuestiona que los diversos medios alternativos se confundan. Entre esos
medios deben contemplarse la mediación, la negociación, la conciliación y el
arbitraje. Sin embargo, el arbitraje no se aborda en el proyecto mencionado y
los otros mecanismos alternativos se subsumen en la mediación.
No obstante,
a los mediadores no se les da el reconocimiento formal que merecen. Se les
denomina “facilitadores”.
No se
establece la certificación de quienes cumplen con la tarea de realizar la
mediación, por la cual la autoridad jurisdiccional delega la potestad del
Estado en un tercero.
Y no se les
otorga la fe pública que requieren los mediadores para realizar su función con
certeza y garantía.
Se abre un
resquicio para que las partes nombren a un mediador sin reconocimiento formal
de la autoridad y sin la capacitación adecuada.
Parece
olvidarse que el convenio de mediación hace las veces de una sentencia firme de
un juez, hecho que debería llamar la atención sobre el rigor académico y formal
que debe tener.
No se
establece el requisito de nacionalidad mexicana para los mediadores, lo cual
abre grandes riesgos para los intereses nacionales en materia comercial, pues
las partes de un conflicto mercantil podrían nombrar “facilitadores”
extranjeros, situación que no ocurriría en el sistema de justicia tradicional
jurisdiccional.
No se
garantiza la gratuidad de los servicios de mecanismos alternativos de justicia
que se brindan a través de programas públicos.
Se deja
entender que una sentencia ejecutoriada puede ser objeto de mediación,
violentando su carácter de cosa juzgada.
Siendo por
su propia naturaleza de carácter voluntaria, sin embargo se sugiere que la
mediación sea un ejercicio obligatorio.
No se hace
la necesaria distinción entre la mediación y la facilitación de carácter penal,
que tiene un tratamiento jurídico diferente.
Y
finalmente, de manera equivocada, se adscribe el sistema de justicia
alternativa a la Secretaría de Gobernación, cuando debería estar bajo la tutela
del Poder Judicial de la Federación, pues es un medio para hacer realidad el
derecho a la administración de justicia.
En todo
caso, lo bueno es que se ha abierto un debate que puede tener muy positivas
consecuencias para la justicia mexicana de concretarse adecuadamente.
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