Raymundo
Riva Palacio.
Durante
agosto, el presidente Andrés Manuel López Obrador utilizó a Emilio Lozoya,
exdirector de Pemex, para sacudir el avispero político y repartir a mansalva
acusaciones de corrupción. Partía de la denuncia de hechos construida a dos
manos, entre Lozoya y la Fiscalía General, donde a cambio de que señalara con
el índice a quien le dijeran, garantizaba su libertad, la de su familia, su
dinero –incluidos 10 millones de dólares que asegura la empresa Odebrecht le
dio como soborno– y, de paso, podría cobrarse cuentas personales. Pero desde
hace tres semanas, el Presidente ha sido más cauteloso en sus dichos y ha
subrayado todo el tiempo que esas acusaciones tendrían que probarse.
El
entusiasmo de López Obrador en agosto no correspondía con lo que sucedía en el
interior de la Fiscalía General, donde veían que Lozoya estaba incumpliendo el
pacto que hizo con el fiscal Alejandro Gertz Manero, al no estar entregando
toda la documentación dura, demostrable e incontrovertible, que soportaran sus
múltiples imputaciones. La molestia contra Lozoya motivó la petición a las
autoridades alemanas para catear las propiedades de su esposa en Baviera, a
principios de agosto.
En víspera
de ese cateo, la Secretaría de Hacienda presentó una querella contra el
exdirector de Pemex por haber pagado menos impuestos de los que debía. El
director general de Delitos Fiscales de la Subprocuraduría Fiscal Federal de
Investigaciones, que depende de la Procuraduría Fiscal de Hacienda, Josué
Miguel Contreras, presentó la querella a Gertz Manero el 27 de julio, donde
señala que Lozoya declaró el 9 de mayo de 2017 ingresos menores a los
“realmente obtenidos”, y dejó de pagar en Impuestos sobre la Renta dos millones
695 pesos.
Contreras le
entregó a Gertz Manero las declaraciones patrimoniales de Lozoya que mostraba
que durante 2016 –él renunció a Pemex a mediados de febrero de ese año–, había
tenido ingresos acumulables por casi 10 millones de pesos, de los cuales poco
más de 8 por ciento había sido por salario. Además, le entregaron la
documentación que había tenido depósitos en sus cuentas bancarias por 18
millones de pesos, por lo que el pago de Impuestos sobre la Renta se había
quedado corto. Hacienda le pidió a la Fiscalía que investigara lo que a su
juicio es un delito.
No se sabe
del resultado que tuvo la querella, o si la Fiscalía General inició la
investigación solicitada. El caso Lozoya, sin embargo, tiene síntomas que está
resultando más difícil de armar de lo que alegremente pensaban en el gobierno,
y que, concediendo criterios de oportunidad como un sistema anticorrupción,
podían fácilmente imputar a exfuncionarios, con sustento o sin sustento, para
llevar a cabo la purificación de la sociedad que pregona el Presidente.
Pero algo
extraño está pasando en el caso Lozoya. El exdirector de Pemex llegó a México,
procedente de España, el 17 de julio. López Obrador dijo tres días después que
ya había rendido su primera declaración ante la Fiscalía General, pero 48 horas
después la Fiscalía General desmintió al Presidente y negó que fuera cierto. Lo
que había entregado Lozoya, en realidad, y como parte de su negociación para no
pisar la cárcel y caminar rumbo a la puerta de la libertad, fueron memorandos
donde narraba diferentes casos de presunta corrupción, acusaba a exfuncionarios
y legisladores, culpaba a todos de ilícitos y se decía inocente, víctima de un
mecanismo que lo obligó a cometer delitos.
Al regresar
de España, Lozoya estuvo durante 11 días sin que nadie supiera de su paradero y
sin que pasara por un juez. Hasta el 28 de julio tuvo su primera audiencia, y
una segunda el 29, tras las cuales el juez, siguiendo los lineamientos de la
Fiscalía con Lozoya, lo dejó en libertad condicional, con un dispositivo
electrónico colocado en el tobillo, y la obligación de firmar dos veces al mes
ante la justicia, lo que hace de manera virtual.
Lo que ha
venido después es la nada. Se desconoce si ha rendido más declaraciones
ministeriales, si ha empezado a aportar la documentación prometida, o si los
entregables pudieron corroborarse. Gertz Manero logró que el juez extendiera el
periodo de ampliación de la investigación hasta finales del año, por lo que no
puede decirse que el caso Lozoya esté en el limbo. Se encuentra en otro estadio,
el de la suspicacia de que se trata de un gran timo, el de Lozoya a la
Fiscalía, el de la Fiscalía al Presidente, y el del Presidente a la sociedad
mexicana.
En la última
semana, el lunes pasado para ser más preciso, se movió el caso, pero no por la
Fiscalía General, sino por los fiscales de Hacienda, donde colocó Contreras la
querella, lo que los conocedores señalan que es una señal de que la van a
impulsar, más allá de lo que haga la Fiscalía General. Si esto marcha por esa
vía, Lozoya tendrá una presión adicional a las que ya tiene, donde su madre
sigue en detención domiciliaria, y su hermana y su esposa son prófugas de la
justicia, porque tienen orden de aprehensión. De proceder la querella
hacendaria, enfrentará un presunto delito que no contemplaba, el de evasión
fiscal.
Si Lozoya se
está burlando de la Fiscalía, Hacienda está actuando. Objetivamente hablando,
la credibilidad del exdirector de Pemex está muy mermada, y futuras
imputaciones, ante la presión a la que está sometido, tendrían que ser
evaluadas y procesadas tomando en cuenta todo el contexto. Es cierto que en
este gobierno la legalidad no es prioridad mayor a la política, y López Obrador
necesita al Lozoya locuaz de la denuncia de hechos, porque está teniendo
rendimientos decrecientes en materia de corrupción, al empezar a salir
información de presuntos delitos donde menos esperaba, de su seno familiar, sin
nada para contrarrestarlo.
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