Raymundo Riva Palacio.
Parece que fue ayer. El jueves 31 de
mayo de 1984 la noticia principal en Excélsior comenzaba: Manuel Buendía, el
periodista que dedicó su vida a la defensa de las causas que carecían de voz,
que abogó desde su tribuna contra los poderosos y los intocables con una pluma
crítica y honesta, fue acallado ayer por la tarde de cinco tiros por la
espalda, uno de ellos al corazón. El más influyente columnista político de
todos los tiempos moría tirado en una banqueta en la avenida Insurgentes, ante
la vista morbosa de decenas de personas que no sabían la relevancia de ese
crimen y lo que significaría para la vida pública de México.
Buendía siempre llevaba una pistola
con sus iniciales en la cintura, y solía decir entre sonriente y echado para
adelante, como era: a mí, para matarme, me tendrán que matar por la espalda,
porque si me atacan de frente me llevaré a varios. Buendía fue asesinado a la
hora del crepúsculo por un agresor que, con el conocimiento de que portaba un
arma, le bajó la gabardina que llevaba puesta a la mitad de los brazos para
inmovilizarlo y le disparó a quemarropa. Fue un crimen de Estado que acabó con
la ingenuidad de los mexicanos, en aquellos prolegómenos violentos de la narco-política.
Dos veces
anteriormente, en 2007 y 2014, se ha publicado prácticamente la misma columna
en este espacio, en la efeméride del asesinato que cambió la vida pública. Una
vez más hay que insistir sobre los principios que animaron a escribirla por
primera ocasión, porque lejos de haberse
reducido la impunidad en los asesinatos de periodistas, ha prevalecido, y el
número de muertos en esta profesión se ha incrementado. Manuel Buendía acababa
de cumplir 58 años cuando fue asesinado, y se cortó una carrera llena de luces
y reconocimientos. Muy pocos políticos, periodistas e intelectuales le
regateaban méritos. Era temido, pero respetado. Las relaciones de Buendía eran
extensas en todos los niveles de la vida pública, pero sus nexos con los
hombres de poder nunca fue subordinación.
En una ocasión, Buendía escribió en
su leída y reproducida columna, Red Privada, una descripción de una política
pública que estaba instrumentando el gobierno de José López Portillo, con la
promesa de que al día siguiente vendría la continuación. El secretario de
Gobernación, Jesús Reyes Heroles, habló con el entonces director de Excélsior,
Regino Díaz Redondo, y lo amenazó: si publican la segunda parte, habrán
revelado un secreto de Estado y el gobierno tomaría represalias. Díaz Redondo le
comentó lo que había dicho el secretario de Gobernación. Son las cinco don
Manuel, le dijo. Si a las siete usted no me ha hablado, publicaremos la segunda
parte y afrontaremos las consecuencias. Buendía habló a las siete de la noche
para informarle a Díaz Redondo: va en camino otra columna.
Buendía
tenía una gran autoridad moral y profesional entre sus pares. Un cuarto de
siglo antes de su muerte, inventó, desde la dirección del periódico La Prensa,
una nueva forma de trabajar la fuente policiaca. El metabolismo que inyectó en
la redacción los llevaba a descubrir crímenes y robos antes incluso que la
Policía, lo que lo llevó a tener conflictos internos con la entonces
cooperativa ante la luz e influencia que estaba adquiriendo. Salió de La Prensa
en un conflicto político interno e inició Para Control de Usted, una columna en
El Día, firmada por J. M. Téllezgirón, que apareció regularmente durante 13
años, hasta que nació Red Privada. Sus
enemigos públicos incluían personas e instituciones sobre las que había escrito
de manera sistemáticamente crítica, aunque con nadie llegó a tener reservas,
salvo con la organización radical de derecha Los Tecos, que nació en la
Universidad Autónoma de Guadalajara, que tenía una organización secreta y de
choque.
Tenía tantos
flancos abiertos, que no parecía de distinta relevancia que un mes antes de
morir retomara una denuncia de los obispos del Pacífico sobre la penetración
del narcotráfico en las estructuras del poder, que había sido publicada en el
mar de información que era Excélsior. Años
después, el 30 de mayo de 2007, se mencionó en este espacio un informe secreto
elaborado por un equipo especial en Los Pinos, encabezado por Samuel del
Villar, asesor del presidente Miguel de la Madrid, que identificaba como el
asesino del columnista a un militar, y que la orden fue dada en una reunión
presidida por el secretario de la Defensa, general Juan Arévalo Gardoqui,
funcionarios de la Secretaría de Gobernación y un proveedor de armas presentes,
ante el temor de que el columnista tuviera información del involucramiento de
miembros del gobierno con el narcotráfico lista para publicar.
Nunca se aclaró con certeza cuál fue
el móvil del asesinato, pero pagaron con cárcel el director de la extinta
Dirección Federal de Seguridad (DFS), José Antonio Zorrilla Pérez, y varios de
sus comandantes. Un agente más, Manuel Ávila Moro, fue sentenciado como autor
material. Zorrilla Pérez era amigo íntimo de Buendía, y fue la primera persona
a la que su secretario particular, el hoy columnista Luis Soto, le habló por
teléfono minutos después del asesinato. Varios comandantes de la DFS llegaron a
la oficina de Buendía y por órdenes del secretario de Gobernación, Manuel
Bartlett, se llevaron expedientes del voluminoso archivo que tenía Buendía. Su
crimen no tiene aún a los culpables verdaderos ni a las motivaciones políticas
que lo provocaron. Treinta y tres años después, la historia continúa. México, en este campo, no ha
cambiado.
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