Epigmenio
Ibarra.
“Para los
que de sangre salpicaron la patria,
pido
castigo.
Para el
traidor que ascendió sobre el crimen,
pido
castigo.
Para el que
dio la orden de agonía,
pido
castigo.
Para los que
defendieron este crimen,
pido
castigo.”
Pablo Neruda.
Se va Enrique Peña Nieto, comienza a
caer con él todo el andamiaje político, militar, policiaco, judicial,
propagandístico y mediático montado por su gobierno, a lo largo de 4 años, para
evitar que se conociera la verdad y se hiciera justicia en el caso de los 43
normalistas de Ayotzinapa. 43 que representan a las más de 40 mil víctimas de
desaparición forzada en este país convertido, por acción y omisión de
gobernantes (como el propio Peña Nieto y su antecesor Felipe Calderón), en una
enorme fosa clandestina. 43 que han mostrado al mundo la forma, a un tiempo
despiadada y banal, en la que opera un régimen criminal para el que la vida de
las y los ciudadanos no tiene ninguna importancia.
En una sola
noche, de un solo golpe, 43 alumnos de una misma escuela fueron desaparecidos
luego de una serie de ataques coordinados que costaron la vida a tres
estudiantes más de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos y a tres civiles que
tuvieron el infortunio, tan común en este país, de cruzarse en el camino de los
criminales. Los hechos se produjeron a sólo 3.5 kilómetros del cuartel del 27
Batallón de Infantería, en una zona de guerra donde la autoridad máxima sobre
los distintos cuerpos policiales han sido los mandos y jefes del ejército
mexicano (desde los tiempos de la guerra sucia, en la década de 1970, que
tantas muertes y desapariciones aún no contabilizadas produjo).
Esa noche,
hace 4 años, los militares estaban a cargo del C-4 que coordina las acciones
policiales en la zona. Esa noche efectivos del ejército estuvieron en la escena
del crimen haciendo seguimiento preciso de las acciones criminales, sin
intentar siquiera intervenir. Esa noche, efectivos del ejército fotografiaron y
agredieron a los sobrevivientes y se negaron a prestar ningún tipo de ayuda a
los heridos; tres de ellos muy graves. Esa noche, en el Cuartel se supo, minuto
a minuto, lo que sucedía en las calles y era su deber, es plausible suponer que
lo cumplieron, haber informado de inmediato al Estado Mayor de la Sedena. Esa
noche, los comandantes del agrupamiento o participaron de alguna manera en los
hechos, cuestión que nunca se ha investigado, o son, por omisión, por no
reaccionar, por no organizar una operación de persecución, búsqueda y rescate
de los normalistas, corresponsables del crimen.
En la mañana
del 27 de septiembre de 2014, apenas unas horas después de la desaparición de
los 43, Enrique Peña Nieto fue informado de los hechos. Es razonable suponer
que en el curso de la noche ya habían sido alertados los secretarios de
Defensa, el general Salvador Cienfuegos, el de gobernación, Miguel Ángel Osorio
Chong, y el Procurador general de la República, Jesús Murillo Karam. La
inteligencia militar que tomó fotos a los sobrevivientes y advirtió al cuartel
acerca de los enfrentamientos, el centro de mando y control de la Policía
Federal, algunos de cuyos efectivos escoltaron a uno de los autobuses tomados
por los estudiantes, el CISEN que monitoreó los movimientos de los muchachos
desde su salida de la Normal, ya habrían mandado para entonces sendos informes
a sus jefes sobre los hechos. Pese al cúmulo de información disponible, los
secretarios de Estado, el procurador y el mismo Enrique Peña Nieto no dieron al
asunto mayor relevancia. Aun sabiendo que, en los casos de desaparición
forzada, las primeras 36 horas son cruciales para encontrar con vida a las
víctimas, en el colmo de la banalidad de este gobierno que encabezaba y que
termina, Peña Nieto no dictó a los altos funcionarios la orden de desplegar de
inmediato las fuerzas federales para buscar a los 43 y, según ha trascendido,
se fue a jugar golf.
En lugar de
que el ejército se internara en los municipios de Cocula y Huitzuco, de que sus
helicópteros sobrevolaran la zona y se lanzara una operación para rescatar a
los normalistas con vida, comenzó una operación para sacar raja política del
crimen. Todo se prestaba para ello: el controvertido alcalde de Iguala
denunciado ante la PGR como asesino por sus propios compañeros era perredista.
Sus nexos con el crimen organizado eran de sobra conocidos. Se armó la leyenda:
los normalistas iban a sabotear un acto de la primera dama del municipio, ella
pidió auxilio a los narcos que desparecieron y asesinaron a los estudiantes. El
golpe podía alcanzar a López Obrador y destruirlo. Para que fuera letal urgía
dar por muertos a los 43, pero antes había que ensuciarlos también para así,
aprovechando la oportunidad, golpear a los sectores de oposición más radicales.
A lo largo de estos 4 años, el
gobierno de Peña Nieto, ha revictimizado sistemáticamente a los 43. En su
primer esfuerzo, utilizaron a muchos medios que servían entonces al régimen (y
lo siguen sirviendo ahora) para presentar a los normalistas como delincuentes,
en el mejor de los casos como vándalos, como provocadores, como guerrilleros.
El propósito era sembrar en la opinión publica la convicción de que, de alguna
manera, los 43 merecían, por no permanecer en sus aulas, por “revoltosos”, ser
desaparecidos. El “se lo ganaron” (versión peñista del siniestro “se matan
entre ellos” de Felipe Calderón), coartada del régimen para instaurar la
masacre, fue ganando terreno en ciertos sectores de la población gracias al
impulso de columnistas y presentadores de radio y TV que luego hicieron una
denodada defensa de la “verdad histórica” de Murillo Karam.
Esta “verdad histórica” fue
orquestada por Murillo, siguiendo las órdenes de Peña Nieto, con el propósito
expreso de sepultar el caso de inmediato y evitar que se relacionara con el
mismo a efectivos de la Policía Federal y del ejército mexicano, y se afectara
así lo que a este gobierno saliente más le importa: su imagen pública. Con un
descaro brutal y ante un grupo de periodistas que le dejaron mentir, aun
conociendo testimonios sobre la presencia de militares en la escena de crimen,
Murillo Karam aseguró que el ejército no salió esa noche del cuartel. Peña
Nieto tenía prisa. Quería a los estudiantes muertos y el caso cerrado para que
la nación “superará ese doloroso trance” y poder continuar con su “exitoso”
mandato. Tenía que viajar a China.
Desaparecer a 43 personas de un solo
golpe no es fácil. Menos todavía si se trata de 43 jóvenes de una escuela a la
que ha caracterizado siempre su compromiso con las luchas sociales y sus
constantes movilizaciones. Más complicado resulta desaparecer en una ciudad que
está en una zona de guerra donde las fuerzas federales ahí destacadas tienen la
obligación de mantenerse en estado de alerta y el Cuartel del 27 Batallón no
sólo cuenta con un dispositivo de seguridad perimetral sino que despliega
patrullas y efectivos de inteligencia para garantizar su seguridad a
profundidad.
Controlar, capturar, transportar,
desaparecer a 43 jóvenes en medio de un conflicto desatado en una amplia zona
urbana exige: 1) masa de fuerza: al menos dos hombres por cada capturado, y más
todavía si se considera que se les ha de ejecutar para luego desaparecer sus
restos y toda pista que conduzca a establecer la identidad de los
perpetradores; 2) poder de fuego suficiente para imponerse sobre los capturados
y protegerse de posibles fuerzas enemigas; 3) control territorial para disponer
de espacio y condiciones para cometer el crimen; 4) medios de transporte y
comunicación para moverse con rapidez y estar enterados en tiempo real de las
que suelen ser condiciones extremadamente volátiles en una zona de conflicto;
5) tiempo para ejecutar el crimen (ése se los regaló Enrique Peña Nieto); 6)
unidad de mando para coordinar las operaciones y evitar dispersión; 7)
doctrina: esa que establece la decisión inclaudicable de aniquilar al enemigo.
¿Cumplen con estas condiciones operacionales los carteles de la droga? ¿Tienen
estos atributos las policías municipales? ¿Bastan unos cuantos agentes y un
puñado de sicarios para ejecutar un crimen de esta magnitud? Siquiera suponerlo
es un insulto a la inteligencia. Sólo una fuerza militar organizada, sólo
efectivos del ejército mexicano pueden garantizar el éxito de una operación de
esta envergadura.
Es preciso y
pertinente recordar que durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas
aliadas estaban a punto de liberar el campo de concentración de Bergen Belsen,
los nazis decidieron comenzar a borrar las huellas de las masacres ahí
perpetradas. Para hacerlo sin detener las operaciones de exterminio decidieron
prescindir del uso de los hornos crematorios. En grandes fosas, cavadas con
tractores, amontonaban los cadáveres, los rociaban con toneladas de kerosene y
les prendían fuego. Luego con los mismos tractores trituraban los restos de
huesos que quedaban, pues aun el fuego de esa intensidad no lograba
deshacerlos. Finalmente vertían las cenizas en el caudaloso Río Neva. Esa misma
fue la versión de los hechos que ofreció Murillo Karam, sólo que disminuido a
43 el número de los cadáveres que fueron incinerados, en una pila de troncos,
con unas cuantas llantas en un día lluvioso, para luego triturar los restos a
mazazos y verter las cenizas al Río San Juan, en realidad un arroyuelo. De
nuevo nadie lo cuestionó. Tampoco cuando aseveró que, al menos la mitad de los
normalistas se habían asfixiado en un trayecto de apenas 45 minutos, apilados
en un pequeño camión. Patrañas, puras patrañas.
La doctrina
de cualquier ejército establece el estudio de la historia militar. De ese
estudio, de la trasmisión de la experiencia directa de las dictaduras
latinoamericanas, de los manuales de contrainsurgencia, que hace parte de la
formación de un oficial, sacaron en los años de 1970, los hombres del general
Acosta Chaparro la idea de los vuelos de la muerte para arrojar al mar a los
desaparecidos. Desaparecer a 43 de un golpe y dar una versión rápida y
aparentemente plausible de las condiciones de su muerte, no podía hacerse de la
misma manera; había que buscar una forma industrial de hacerlo. De ahí lo del
basurero de Cocula.
La verdad histórica de Peña Nieto y
Murillo Karam no se sostiene. Como tampoco el hecho de que soldados y oficiales
del ejército y miembros de la policía federan hayan estado al margen de los
hechos. La obstinada resistencia a que las puertas del cuartel se abran a los
investigadores internacionales que no han podido tampoco entrevistar a jefes,
oficiales y mandos del 27 batallón muestra claramente que hay cosas que la
Sedena quiere ocultar. La campaña propagandística en contra de quienes, con
pruebas y argumentos lógicos o como resultado de investigaciones periodísticas,
intentan establecer la responsabilidad del ejército en la desaparición de los
43 sigue siendo tan virulenta, masiva y consistente como lo fue hace 4 años.
Como enemigos de la patria y de la institución se nos considera a quienes
pensamos que es preciso llegar a fondo del asunto y estamos convencidos de que
“la verdad”, como dijo Andres Manuel Lopez Obrador a los padres de Ayotzinapa,
“no debilita a las instituciones; las fortalece”. El ejército mexicano tiene la
obligación de investigar, detener, presentar ante el fuero civil a jefes,
oficiales y soldados que resulten involucrados en este crimen.
Un crimen que es de Estado pues llega
hasta los más altos escalones de mando tanto civiles como militares, que va
desde esa noche de Iguala hasta la residencia presidencial de Los Pinos.
Enrique Peña Nieto, Salvador Cienfuegos, Miguel Ángel Osorio Chong deberán
responder ante la justicia por no reaccionar de inmediato e intentar al menos
rescatar con vida a los normalistas, y por su esfuerzo sistemático por obstruir
la marcha de la justicia. También por la orquestación de la maniobra de
encubrimiento, deberán responder Murillo Karam y su equipo de colaboradores que
torturaron a los detenidos, sembraron evidencias, ocultaron pruebas, montaron
espectáculos. No debemos olvidar tampoco, que para imponer su “verdad
histórica” contó Peña Nieto con la deleznable colaboración de destacados
columnistas y “líderes de opinión”, de periódicos y medios electrónicos. Unos
por omisión, otros por acción, todos ellos deberán responder ante la nación y
los funcionarios y jefes policiacos y militares ante un tribunal de justicia.
También y sobre todo ante las madres y los padres de los 43 normalistas de
Ayotzinapa a quienes han mentido, perseguido, denigrado impunemente.
Van Peña Nieto y los suyos de salida
y yo, como muchas mexicanas y mexicanos, volviendo a Pablo Neruda digo: “No los
quiero de embajadores, tampoco en su casa tranquilos, los quiero ver aquí
juzgados, en esta plaza, en este sitio. Quiero castigo” para que así termine la
impunidad, se repare el daño, se garantice la no repetición del hecho. Se sabrá
la verdad, se hará justicia en Ayotzinapa y en Mexico. Sólo así caerá de verdad
el régimen.
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