Raymundo
Riva Palacio.
Recién
pasada la elección presidencial, el candidato ganador Enrique Peña Nieto
ofreció regular la publicidad oficial, que por décadas se ha manejado de manera
discrecional. Se trabajó intensamente durante dos meses en la elaboración de un
modelo que revolucionaría la asignación de recursos públicos, que fue sepultado
antes de iniciar el nuevo gobierno, en 2012, porque se sucumbió en la tentación
del pasado: controlar la asignación de la publicidad para controlar la
información. La vieja premisa era obsoleta.
Se gastaron miles de millones de pesos de publicidad oficial de manera
selectiva, premiando a unos y castigando a otros, pero en la mayoría de los
casos no lograron controlar la información. La crítica al presidente nunca se
contuvo. Aunque el objetivo anhelado fracasó, no elimina lo que es el tema de
fondo, la discrecionalidad del uso de recursos públicos para fines de
propaganda. Esto es y ha sido una aberración del modelo de comunicación social
gubernamental.
El nuevo gobierno de Andrés Manuel López
Obrador se ha comprometido a modificar de manera radical esa discrecionalidad,
lo que hay que aplaudirle. Lo que necesita ahora es cambiar su discurso
contradictorio que, de mantenerse por el mismo camino, va a terminar sumido en
el mismo modelo que quiere transformar. Para iniciar su aproximación a nuevas
formas de asignación de la publicidad oficial, esta semana se realizó un foro
de Morena en la Cámara de Diputados, el cual, lamentablemente, no fue abierto a
diversas voces y sólo la tuvieron quienes no entienden a fondo la dialéctica
entre los medios y el gobierno, y tampoco tienen el conocimiento práctico para
evitar contradicciones.
Por ejemplo,
el coordinador de Morena en San Lázaro,
Mario Delgado, dijo que pretenden elaborar una nueva normatividad que evite esa
discrecionalidad, porque “ya no requerimos ni un gobierno ni un Estado que
utilice la propaganda oficial como un medio de control político”. Tal cual como
lo plantea hace tiempo que dejó de existir, lo que tampoco significa que no
existan tentaciones que han impedido su erradicación total. El mejor argumento
en contra de su afirmación es el trabajo de crítica sistemática al gobierno
peñista, que probablemente haya sido el más castigado en los medios desde que
el sistema opera bajo un marco democrático. La ruta que seguirán, marcada por
el presidente electo, es preparar una legislación que fije topes a los gastos
en publicidad y comunicación social por parte del gobierno. Esto es saludable.
El nuevo gobierno quiere reducir a la
mitad el gasto del gobierno de Peña Nieto, pero todavía no han explicado cómo
evitarán la discrecionalidad. Hay fórmulas, sin embargo, que podrían servir
para el debate de esta legislación. Una es la eliminación total de la
publicidad oficial en medios, como sucede en muchos países, aunque por la
distorsión del mercado publicitario privado y las viejas prácticas
profundamente anidadas en los estados, sugieren que no es una solución que
pueda funcionar adecuadamente en el corto plazo, aunque podría ir avanzando en
forma gradual.
El nuevo
gobierno no está en esta lógica. Por tanto, podría plantearse como un marco de
referencia de partida, que los medios de comunicación, más allá de su
estructura de propiedad, deben ser tratados como entes públicos por el papel y
la influencia que tienen en la sociedad y, por tanto, sujetos al apoyo de
recursos públicos mediante la publicidad, como sucede en varios países
europeos. La publicidad oficial podría tener un porcentaje etiquetado en su
asignación, para ser aplicado a la capacitación de periodistas, a impactos
salariales y a la transferencia de tecnología, con lo cual se contribuiría a la
construcción de medios y periodistas más profesionales.
En el
complejo tema de la discrecionalidad, podría plantearse que se distribuya no
únicamente en función de su audiencia, rating o circulación, sino también por
su calidad de mercado. De esa forma, por ejemplo, las radios comunitarias, que
tienen muy bajo rating pero que cumplen una función vital de articulación de
los grupos sociales a los que atienden, tendrían el respaldo publicitario que
les permitiría seguir cumpliendo con su responsabilidad social como medio. Otro
ejemplo son las revistas o programas culturales, que nunca tienen publicidad
privada por sus bajos tirajes o ratings, pero que son necesarios para
fortalecer nuestra cultura, apuntalar nuestra identidad nacional y
cohesionarnos como sociedad.
Asignar la publicidad en términos de
audiencia, rating o tirajes, es menos complejo porque existen certificaciones
que se tienen que cumplir dentro de las regulaciones existentes, así como en el
caso de los medios digitales existen métricas para conocer cuántos y quiénes
son sus usuarios. Qué tanta publicidad iría para cada medio, tendría que ser
establecido mediante una tabla preparada por el gobierno, que le otorgue
valores específicos a la función de los medios y mediante su impacto
cuantitativo y cualitativo determine los montos que podrían asignarse a cada
uno. Con este tipo de fórmulas –esbozadas en este espacio de manera somera y
general–, la discrecionalidad sería erradicada.
Quién elabora esos criterios y quién
es responsable de la distribución de los recursos, es una discusión posterior.
Pero todo ello conduciría a una transparencia en la asignación de recursos,
basada en criterios técnicos y no en subjetividades que alteren el modelo y
afecten la libertad de expresión. Peña Nieto no se atrevió a dar el salto
nunca, y ha sido uno de los elementos de mayor crítica y denuesto. Pero López
Obrador y su gobierno tienen frente a sí la gran oportunidad de acabar con
cerca de 80 años de prácticas autoritarias que dejaron de dar resultado a los
gobiernos, como mecanismo de control generalizado, hace ya casi medio siglo.
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