Pablo Gómez.
El movimiento
estudiantil de 1968 enarboló la bandera de las libertades democráticas. Nada
más, pero nada menos. Además, fue una lucha de carácter nacional y no sólo en
la Ciudad de México.
El régimen del
presidencialismo despótico respondió con represión y masacre. Así fue derrotado
el movimiento, pero su causa sería cada vez más fuerte y brillante.
Poco a poco, algunas
libertades empezaron a ser respetadas o menos atropelladas. Asociación,
reunión, manifestación, expresión, prensa, adquirieron paulatinamente carta de
naturalización en grandes regiones del país. Diez años después, en 1978, se
produjo una reforma política que permitió a nuevas oposiciones estar presentes
en la Cámara de Diputados y se les abrió un acceso a la radio y la televisión.
Sin embargo, después
de 50 años, las libertades democráticas no se pueden ejercer a plenitud. Existe
una agenda pendiente. La escuela mexicana es autoritaria y no forma ciudadanos
en la democracia; las universidades, en su mayoría, aún tienen formas verticales
de gestión; casi todos los sindicatos son antidemocráticos, lo cual impide su
libertad; abundan los contratos colectivos de protección; existen centenares de
presos políticos, en su mayoría por conflictos locales lo que no cambia su
significado; no se ha creado todavía un fuerte sistema de radio y televisión de
Estado verdaderamente plural; parte de la prensa sigue aprisionada en el
sistema de la gacetilla política y el chayote; los cacicazgos no son escasos;
los fraudes electorales, entre ellos la compra del voto con recursos públicos,
siguen siendo un fenómeno mexicano.
No obstante lo extenso
de esa agenda pendiente, es preciso atenderla ahora en el marco de la lucha por
una nueva democracia participativa. Las libertades democráticas deben ser el
marco general para el ejercicio de nuevos derechos: proponer, impugnar,
decidir, revocar, refrendar, rechazar.
El formalismo de la
democracia, una consulta cada periodo de años, es algo del siglo XIX. Aunque en
México fue preciso luchar por el voto libre durante todo el siglo XX, y a pesar
de que no se ha conquistado a plenitud, hay que avanzar hacia un sistema mucho
más participativo.
El tema es aún más
relevante a partir del 1º de julio, cuando una mayoría de votantes fijó un
cambio de rumbo político. Tratar de alcanzar a plenitud solamente la democracia
formalista sería postergar el núcleo del cambio democrático cuya realización ya
es mandato popular. La vieja agenda pendiente debe resolverse dentro de la
nueva agenda porque ésta también contiene elementos que corresponden a las
últimas cinco décadas.
Se escuchan gritos, sin
embargo, que arguyen, por ejemplo, el carácter técnico de toda obra pública,
para implorar que jamás debe ser motivo de consulta popular. Las construcciones
requieren tecnología, sin duda, pero no son eso. Debe definirse motivo,
necesidad, justificación y cobertura de costos. Por ello, toda obra pública es,
ante todo, una decisión política. Las controversias sobre la realización de
obras, en especial cuando esas son grandes y costosas, pueden ser consultadas a
la ciudadanía, tal como si tratara de leyes de trascendencia.
¿Para qué sirve la
libertad de crítica si los argumentos que prevalecen en la decisión siempre
son, al final, los del gobernante? Para que esa libertad funcione tiene que
existir el conducto político para impugnar y decidir: la consulta popular.
En el año de 2014, la Suprema Corte de Justicia le infringió
un golpe bajo al naciente sistema de participación popular directa. Bajo
consigna del Ejecutivo, ese tribunal, el más alto del país, violó la
Constitución mediante su negativa a la solicitada consulta sobre la reforma
energética. Esto no debe volver a ocurrir.
La revocación de
mandato de los cargos ejecutivos de todo el Estado debe ser un medio nuevo para
resolver conflictos políticos que se presentan con frecuencia. El derecho de
elegir debe ir acompañado del derecho de revocar mandatos.
Así, todo derecho
formal, tradicional, debe acompañarse con otro, su complemento, que otorgue
poder funcional a la gente, es decir, que construya una nueva ciudadanía
afincada en la democracia.
En el siglo XXI, ese
podría ser el legado político del movimiento estudiantil de 1968.
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