Julio Astillero.
La mañanera conferencia de prensa que ofreció ayer el
presidente López Obrador en Cancún, Quintana Roo, ha sido la de mayor tono
confrontacional. Periodistas locales insistieron ante el titular del Poder
Ejecutivo federal en la gravedad de la violencia pública y del crecimiento del
sargazo. Algunos participantes refutaron la postura del tabasqueño, quien
respaldó al impugnado gobernador de la entidad, Carlos Joaquín González (un
priísta que llegó al poder estatal mediante una alianza en la que participaron
los partidos de la Revolución Democrática y Acción Nacional, mera treta para
que Enrique Peña Nieto instalara a Joaquín como su carta real). Los datos y
señalamientos hechos en la sesión muestran a Quintana Roo en una situación de
desastre múltiple.
Por otra parte, durante el acto de presentación de un informe
del Sistema Nacional de Búsqueda, el presidente Andrés Manuel López Obrador se
enfrentó a abucheos y reclamos por la falta de resultados en la búsqueda de
personas desaparecidas. Familiares y representantes de organizaciones civiles
le exigieron seriedad en la búsqueda. El Presidente fue interrumpido en varias
ocasiones. ¡No importa que griten! ¡Tienen todo el derecho legítimo!
Ambos casos muestran una disociación entre la visión del
gobierno federal y segmentos sociales críticos. A pesar de los esfuerzos de la
administración obradorista, una densa realidad termina por exigir que se vaya
más allá de los discursos y las buenas intenciones. El propio Presidente aduce
que él no miente ni engaña, pero sus convicciones íntimas no pueden ser
suficientes para trastocar sistemas y marañas de décadas que hoy se levantan
con fuerza contra el proyecto del político tabasqueño reformista. Tampoco el
periodismo puede atenerse a que una fuente declarativa asegure que está diciendo
la verdad y que así se ha comportado toda la vida: las verdades personales no
son necesariamente las verdades políticas.
López Obrador está actualmente en una situación paradójica.
Tiene más poder que ningún Presidente de la República en la historia
institucional del país: nadie le impuso cuotas en su gabinete, el Poder
Legislativo está bajo su control, los partidos opositores están prácticamente
desaparecidos, los empresarios viven en la incertidumbre y en particular los
relacionados con los grandes medios de comunicación y no pareciera que en el
escenario hubiera más voz de mando ni orquestación política que lo practicado
diariamente por el ex presidente del PRD y de Morena.
Pero, al mismo tiempo, su situación es precaria. Su principal
adversario recurrente y dominante es Donald Trump, quien ha logrado poner los
aranceles como una especie de advertencia de lo que puede suceder negativamente
si las políticas mexicanas no le satisfacen. El poder de los mercados, los
amagos desde Washington y la cruda realidad económica impiden a estas alturas
el pleno desarrollo de las propuestas obradoristas.
Un ejemplo interno de esa oposición no partidista al gobierno
andresino está a la vista en el caso de los amparos solicitados a la justicia
federal en cuantía inusitada. Organizaciones empresariales y de tendencia
contraria a Morena y a AMLO pretenden frenar proyectos estratégicos de la
llamada Cuarta Transformación por la vía judicial. En particular y en lo
inmediato, en lo relacionado con los temas de construcción (o no) de
aeropuertos.
El duelo de resoluciones judiciales muestra cada día
marcadores distintos, pues se favorece o niega la pretensión de quienes han
presentado casi 150 de esos recursos ante los jueces. Esta oposición de élite
no se ha compaginado con la oposición de base, la social, como la expresada en
Quintana Roo o en el caso de los desaparecidos. Es necesario distinguirlas y
darles valoraciones diferenciadas. Las cúpulas buscan frenar para que no se
cambien sus privilegios, la oposición social busca que se cumplan promesas de
justicia y se avance en la erradicación de la podredumbre institucional.
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