Jorge Javier
Romero Vadillo.
La historia
de la Suprema Corte de Justicia, durante todo el régimen del PRI, estuvo
marcada por su sumisión al Ejecutivo. Con base en reglas formales e informales,
el órgano que se suponía la cabeza de uno de los tres poderes de la Unión no
fue más que un instrumento del poder concentrado en la Presidencia de la
República. No solo su acción estaba limitada por sus atribuciones
constitucionales, sino, además, el control que ejercía el presidente sobre el
Congreso, también garantizado por una combinación de reglas formales y
prácticas informales fuertemente institucionalizadas, hizo que durante la mayor
parte del siglo XX todos los ministros fueran nombrados sin obstáculos por el
ejecutivo, por más que tuvieran que pasar por el filtro del Senado, mero trámite
para cumplir con el expediente constitucional.
El diseño
constitucional de la Suprema Corte la hacía un cuerpo con facultades muy
restringidas. La mayor limitación formal del órgano superior del poder judicial
era su ámbito de competencias. Desde la Constitución liberal de 1857, la
concepción del Poder Judicial Federal se basaba en que su deber era garantizar
la observancia de las garantías individuales mediante el juicio de amparo. De
acuerdo con la teoría constitucional heredada por la Constitución de 1917 de su
antecesora decimonónica, el buen ejercicio de las funciones del Poder Judicial
Federal y de la Suprema Corte de Justicia era la mejor garantía en contra de la
dictadura y el despotismo; el sistema federal sólo podría subsistir si ese
poder era fuerte. En el arreglo institucional real, basado en las prácticas
informales, el Poder Judicial Federal quedó, sin embargo, subordinado al
Ejecutivo y el juicio de amparo apenas si constituyó un valladar frente a la
arbitrariedad presidencial; por supuesto, la Corte nunca jugó un papel
determinante para garantizar el orden federal, en sí mismo bastante endeble.
Sin embargo,
el Poder Judicial Federal no quedó al margen de los cambios institucionales que
vivió el país a partir de la década de 1980. En 1987, hacia el final del
gobierno de Miguel de la Madrid, se llevó a cabo una reforma que pretendía
darle a la Suprema Corte una nueva imagen para convertirla en un órgano de
salvaguarda constitucional. Se trató de un primer paso para transformar la
Corte en un tribunal constitucional, pues la reforma preveía que la Corte
conociera sólo de aquellos asuntos en los que se impugnara la
constitucionalidad de una norma general inferior a la Constitución o se hiciera
un pronunciamiento sobre algún precepto de ella. No obstante, el cambio no fue
del todo perceptible porque los procesos para llevar a cabo el control de la
regularidad constitucional fueron los mismos, basados en tradicional juicio de
amparo.
El cambio
promovido por el presidente Ernesto Zedillo apenas tomó posesión fue mucho más
trascendente, pues fue un paso para convertir a la Suprema Corte en un tribunal
constitucional más cercano al modelo europeo que a su prototipo original, la
Corte Suprema de los Estados Unidos. Surgieron entonces dos nuevos juicios: la
Acción de Inconstitucionalidad y la Controversia Constitucional, que han tenido
enorme relevancia en el funcionamiento de la democracia mexicana con pluralismo
político y múltiples alternancias en el poder, a pesar de que en su momento
llamó poco la atención de los analistas y no provocó gran discusión política,
pues los partidos sólo eran capaces de prestarle atención a la reforma de las
reglas electorales, sin darse cuenta de la necesidad de impulsar otros cambios
institucionales que permitieran dirimir legalmente las controversias entre los
actores políticos y que garantizaran la gobernabilidad independientemente de
quién tuviese la mayoría.
Cuando el
gobierno de Zedillo presentó la iniciativa, parecía tener claro que el
funcionamiento de la Constitución en un régimen democrático necesitaba de un
tribunal con atribuciones para controlar la constitucionalidad de cualquier
acto de autoridad, permitir que los órganos del Estado defendieran sus
competencias, facultar el planteamiento de cuestiones de constitucionalidad de
tipo abstracto y darles a las resoluciones efectos generales a diferencia del
muy limitado juicio de amparo, atado por la cláusula Otero.
Con la
reforma de 1995 cambiaron también los criterios de integración de la Corte. A
partir de entonces, el presidente propone una terna de candidatos al Senado,
ante el cual tienen que comparecer los propuestos para hacer públicos sus
méritos y las objeciones que sobre ellos existan. Si la terna no es aprobada,
el presidente debe proponer una nueva y si esta también es rechazada, entonces
el presidente podrá designar a cualquiera de sus integrantes, por lo que el
Ejecutivo mantiene su supremacía en el nombramiento. Un cuarto de siglo después
de su establecimiento sería ya tiempo de reformar el método de nombramiento de
ministros, para garantizar un proceso más transparente y democrático, pero hoy
por hoy esas son las reglas del juego.
Ante la
vacante abierta en el máximo tribunal por la renuncia intempestiva y todavía no
explicada de Eduardo Medina Mora, el Presidente de la República ha enviado la
terna correspondiente al Senado. Su primer acierto ha sido que esté formada por
tres mujeres, lo que significa un paso importante para avanzar hacia la paridad
también en la cúpula judicial, donde hasta ahora nueve de sus once integrantes
son varones. También ha acertado el presidente al nominar a tres profesionales
del derecho que han concitado respeto generalizado. Ahora es el Senado el que
tiene que hacer bien su trabajo y llevar a cabo un escrutinio a fondo de sus
carreras y de sus capacidades. En esta ocasión todo parece indicar que el
nombramiento será certero y que a la Corte llegará una jurista con
merecimientos.
Tengo para
mi, sin embargo, que, entre las tres nominadas, dos son las que tienen los
méritos necesarios: Ana Laura Magaloni. Parafraseo la conocida ocurrencia de
Luis Cardoza y Aragón sobre los grandes del muralismo, porque no tengo duda de
que se trata de la mejor opción que puede tomar el Senado. La doctora Magaloni
ha dedicado su carrera a estudiar críticamente el sistema de procuración e
impartición de justicia en México, ha hecho trabajo de campo entre las víctimas
de un sistema carcomido y ha reflexionado sensatamente sobre su reforma. Se
trata de una mujer comprometida a fondo con la justicia, desde la academia y
desde el activismo de base. Nada le haría mejor a la Corte hoy que ella se
sentara en su pleno.
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