Salvador
Camarena.
Uno de los
errores que cometemos con más frecuencia al tratar de leer al presidente Andrés
Manuel López Obrador, es que no queremos atender la congruencia que el
personaje ha mantenido a lo largo de más de cuatro décadas.
Es
paradójico que uno de los políticos más conocidos de México sea un gran
desconocido para muchos de los tomadores de decisiones, de los que participan
en el diálogo público, de las organizaciones de la sociedad civil e incluso
para muchos políticos.
La biografía
de AMLO no se entiende sin los años de iniciación en Tabasco, cuando trabajó
con los chontales. Desde entonces, López Obrador es asambleísta, siempre hace
asambleas y desde entonces teje redes, y desde entonces, a partir de esas
redes, genera una base de poder.
Muchos
pensaron (pensamos) que al llegar a la Presidencia de la República tendría una
metamorfosis y se convertiría en un mandatario convencional, buscando ser un
jefe de Estado para todos. En realidad, desde el 1 de diciembre pasado ha sido
el mismo Andrés Manuel López Obrador de los últimos 40 años.
Este
mandatario recorre todos los fines de semana pueblos, rancherías y caminos; las
poblaciones más marginadas son vistas cada semana por el Presidente de la
República, con una actividad febril propia de quien está construyendo de nueva
cuenta eso que intentó en Tabasco hace 40 años, una estructura de poder desde
abajo.
Al cumplirse
un año de gobierno este fin de semana, muchos le reprocharán el cero por ciento
de la economía, la baja de los empleos e inversión y que no haya detenido la
escalada violenta. Visto así pareciera un pésimo arranque. Pero AMLO ha
comenzado la construcción del aparato de poder en el que va a montar su
gobierno y desde el cual va a resistir cualquier embate de los poderes fácticos
o incluso de los poderes establecidos, como serían gobernadores, presidentes
municipales, congresos de los estados, o bancadas del Congreso de la Unión.
En estos
doce meses, López Obrador ha modificado organismos, leyes y dinámicas, que al
mismo tiempo que provocan una concentración de poder, desactivan a una serie de
interlocutores que solían tener puentes (y demasiada influencia) con el
gobierno.
Eso abre la
puerta a excesos, a discrecionalidad, a comportamientos erráticos que luego no
son corregidos a tiempo, porque el diálogo es muy limitado; y abre la puerta,
por supuesto, a la corrupción, porque un poder sin acotamientos, ya se sabe, no
sólo puede incurrir en abusos y atropellos, sino que también puede darse
licencias, dado que desdeña la vigilancia de los otros.
Ha sido un
año redondo para el Andrés Manuel al que le gusta la política, al que saborea
la política, que le apasiona ese ejercicio del poder. Si estábamos esperando un
administrador como Zedillo, si estábamos esperando un gerente como Fox, o si
estábamos esperando un florero como, ¡ah, verdad!, como él mismo dice que eran
otros presidentes, no es el caso.
En Palacio
Nacional despacha un político que este año ha ganado casi todas las batallas
que le interesaban.
Ha creado un
nuevo cuerpo policiaco que a la postre mermará a las Fuerzas Armadas; ha
desmembrado los obstáculos que le impedían recentralizar la política
energética; ha dado señales inequívocas de su autoridad con encarcelamientos
emblemáticos; desplazó a un liderazgo enquistado en el sindicato petrolero;
metió en un redil a los gobernadores; se agenció los votos necesarios en la
Corte para inclinar la balanza cuando sea preciso; tiene un sistema de
comunicación masiva que puede prescindir de la prensa; reemplazó casi por
completo la forma gubernamental de dar apoyos sociales, y aniquiló proyectos
emblemáticos de las pasadas administraciones.
2019 para
López Obrador fue el año del poder. ¿Qué hará con tanto que ha acumulado? Una
primera respuesta podría llegar en los próximos meses. Pero de que su gobierno
será diferente, será para otros, los de abajo, los que se parecen a los
chontales, de eso no hay duda, de que Andrés Manuel será como el que fue de
joven, a pesar de que no queramos aceptarlo.
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