Diego
Petersen Farah.
¿Qué tan
distinto es el Andrés Manuel del primer año al que imaginamos? Cada uno tenía
una expectativa diferente, hace un año todos esperábamos ciertas cosas y
temíamos otras, había agoreros del desastre y pregoneros de la gloria y pocos,
muy pocos moderados. ¿Ha sido un buen año?
Sigo
pensando que lo mejor de López Obrador fue haber ganado la elección, esto es,
que su triunfo generó una esperanza que rompió la inercia creciente de
descontento y mal humor social y que de no haberse dado estaríamos muy probablemente
en una situación muy similar a la de Chile.
Los
pobres, la justicia social y la austeridad del sector público ganaron en apenas
52 semana un espacio en la agenda del país que nunca habían tenido. Si hoy hay
empresarios discutiendo el salario, si hoy los pobres tienen lugar en el
Palacio y en la agenda del Presidente y si a ningún servidor público se le
ocurre hacer el más mínimo gesto de ostentación económica es porque la
presidencia impuso una forma distinta de entender el ejercicio del poder.
Un año
después resulta aún más insoportable de lo que ya era el moralismo del
Presidente, esta tan falsa como absurda dicotomía entre buenos y malos. Saca
ronchas la victimización y la prepotencia del grupo gobernante, la falta de
autocrítica y el desprecio de la técnica. Nada hay políticamente más peligroso
que el purismo y la pretendida superioridad moral de un grupo, el que sea y por
las razones que sean. El revanchismo es la tumba de todas las revoluciones.
Las
mañaneras han resultado un ejercicio desgastante y desgastado. Un ejercicio que
comunica mucho, pero informa poco, que banaliza lo importante y da un espacio
exageradamente grande a lo banal. Gobernar no es tirar netas sino resolver
problemas, y las mañaneras se han convertido en el púlpito desde el que el
Tlatoani nos sermonea cada mañana y combate a la realidad con otros datos.
No se puede
decir que es un buen año cuando la economía no crece y la inseguridad no baja,
cuando el empleo cae y el crimen organizado anda a sus anchas por el territorio
nacional, cuando, en palabras del Presidente, los criminales le hacen una
guerra de cuatro horas al Estado y, eso no lo dijo el Presidente, pero sí
sucedió, el Estado sale derrotado. Estamos lejos, muy lejos de aquellos
agoreros del desastre económico, de quienes decían que el país se iba a caer.
Lo más
preocupante de estos primeros doce meses es sin duda lo político. La
concentración de poder en manos del Presidente no tiene antecedentes en la era
de la democracia. La ruta que ha emprendido López Obrador para eliminar todo
aquello que él considera un estorbo para el desarrollo de su proyecto debe ser
motivo de preocupación, pero más aún debe serlo la incapacidad de la oposición
no digamos para articular un discurso alternativo de nación sino simplemente una
visión de país que les permita actuar congruentemente.
Un años
después tenemos un Presidente popular, un gobierno de medio pelo, un país con
urgencias y una ciudadanía todavía con esperanza. Ah, y una realidad terca como
una mula que no va a cambiar con discursos moralistas sino con acciones y
políticas públicas sustentadas y sostenibles a largo plazo.
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