Salvador
Camarena.
Si en algo
es idéntica la historia de los últimos sexenios, es en que no importa el
discurso oficial sobre la violencia ni los actos gubernamentales para lidiar
con ella, el crimen organizado se impone en la agenda por la vía de sus
consecuencias.
Desde
finales de la administración Fox, México entró en una espiral donde la
criminalidad desbordó a las autoridades y éstas nunca han vuelto a tener el
marcador a su favor.
Los
distintos esfuerzos de las siguientes administraciones encallaron luego de que
se presentaran uno o más eventos que iban incluso más allá de una normalidad en
la que ya se daban por descontados los asesinatos, las desapariciones y la
extorsión.
Casino
Royale, San Fernando, Ayotzinapa, Apatzingán son algunas de las apelaciones que
remiten a un puñado de los peores momentos de asesinatos masivos. Y si de fosas
hablamos, Veracruz, Taxco, La Barca y un largo etcétera tienen enormes
panteones clandestinos donde las familias de las víctimas han podido recuperar
algunos de los miles de desaparecidos en estos años.
En esa
línea, el nuevo gobierno ya tiene su primer escollo. El asesinato de tres
mujeres y seis niños de la comunidad LeBarón, a principios de este mes, regresó
la realidad que se ha querido poner fuera del centro del debate.
Encima, esa
tragedia está siendo explotada por el presidente de Estados Unidos para su
agenda electoral.
La
declaración de Trump de que estaría pensando en declarar a los cárteles de
México como organizaciones terroristas, podrá tener toda la mala intención
politiquera, pero su trasfondo es innegable.
México no
está en condiciones de demostrar, ni remotamente, que es capaz de lidiar con el
reto a las instituciones que representan los grupos criminales. Eso no
justifica ninguna intervención extranjera, pero la verdad ahí está, en la
muerte de los LeBarón, y en casi un centenar de muertos diarios.
Guerrero,
Jalisco, Michoacán, Veracruz, Tabasco, Tamaulipas, Chihuahua, Sinaloa, Nayarit,
Zacatecas, Estado de México, Baja California… en todas esas entidades, y en
otras, la delincuencia es capaz de imponer condiciones a la población y a las
así llamadas autoridades formales.
Ríos de
tinta y largos minutos de medios electrónicos se invertirán en la polémica
desatada por Trump, en rechazar su intento injerencista, en reclamar que no es
una buena política de un vecino que además tiene sus propias ganancias a partir
de la criminalidad que aquí nos avasalla. Digámosles hipócritas,
convenencieros, populistas, malos amigos o como quieran, pero por desgracia no
podemos decirles, en este caso, mentirosos.
México no ha
construido capacidades institucionales para esta guerra. La Guardia Nacional se
encuentra lejos de estar lista. Y las policías estatales y municipales nunca
mejoraron lo que debían para ser el eslabón de primera defensa.
De la misma
manera, ni la clase política ni la sociedad han logrado un pacto para que se
labre un compromiso de largo aliento a fin de que gobiernos y población logren
acotar, en el tiempo, a la delincuencia.
Por supuesto
que hay que rechazar con puntualidad a Estados Unidos. Pero con igual
convicción debería ser atendido el reclamo de justicia de los LeBarón, y de los
miles que, como ellos, han perdido hijas, hermanos, hijos, padres, esposos o
madres.
AMLO ha
dicho que la mejor política exterior es la interior. En el caso LeBarón debe
probar que no habrá impunidad. Porque si no hubiera terror a los criminales, no
habría cantaleta trumpista. Por difícil que parezca, la verborrea de Trump
puede desaparecer, eso es mucho más fácil de contener que la violencia y el
terror que de ella emana.
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