Julio Astillero.
Durante un
año de ejercicio formal como presidente de la República, Andrés Manuel López
Obrador (AMLO) ha seguido siendo lo que siempre ha sido: un político en
permanente combate, un activista todoterreno y un generador incesante de
polémica viva. A diferencia del estilo visto durante décadas en cuanto a
ocupantes de la silla presidencial, el tabasqueño ha atiborrado cámaras y
micrófonos con su presencia informativa mañanera, las giras de fin de semana y
la producción incesante de frases y ocurrencias, convertido en todo un fenómeno
mediático además de lo netamente político.
El
hiperactivismo de López Obrador (que luego provoca kenianos enigmas casi
humorísticos) tiene como telón de fondo la necesidad política de mantenerse en
guardia y muchas (¿demasiadas?) veces a la ofensiva porque, aunque ganó las
elecciones presidenciales con una cuantía de votos nunca antes vista en la
historia nacional, y no sólo para su propio cargo sino para muchos más, los
factores de poder contrarios a sus políticas se han mantenido igualmente
activos (aunque, hasta ahora, incapaces de fluir eficazmente en términos
públicos, masivos), mediante una resistencia (no tan) sorda que ha ido ubicando
los puntos débiles del discurso y la práctica del morenista fundacional y los
ha ido colocando con vista a la pelea de fondo que tendrá una fase intermedia
en las elecciones de 2021 y una definitoria en las presidenciales (y demás) de
2024.
López
Obrador ha gobernado con grandilocuencia y optimismo, pero el entorno en que se
mueve va más allá de sus intenciones y voluntad. Mago de las palabras, la
realidad no se ha conmovido en demasía con el discurso del nacido en Macuspana.
Ha sorteado los embates trumpianos en general, pero ha sucumbido en cuanto a
política migratoria, convertida la Guardia Nacional en una Migra 4T. Mantiene
al país discutiendo sobre recesión o estancamiento de la economía aunque las
cifras de la discordia se mueven en décimas alrededor del cero. Los índices de
criminalidad son mayores que nunca y se han producido episodios de escándalo
internacional (Culiacán con el hijo de El Chapo, más la barbarie contra parte
de la familia LeBarón) pero aun así no se levanta la ola de indignación o
hartazgo que sus adversarios supondrían y querrían (tampoco contra la rampante
impunidad de muchos políticos corruptos, sobre todo los del sexenio peñista),
vigente el bono de esperanza extendido en las urnas en 2018 y la convicción de
que hoy se vive la acumulación de errores y abusos cometidos en las
administraciones anteriores, en particular las de Felipe Calderón y Enrique
Peña.
En ese
contexto, AMLO llegará este domingo a la consumición de la sexta parte de su
calendario oficial de gobierno. Sigue fijando la agenda pública del día, cumple
una agenda asistencial-electoral exitosa y mantiene niveles extraordinarios de
popularidad, pero la fotografía (casi) fija comienza a variar. Habrá de verse
lo que suceda este domingo en la marcha opositora a realizarse en la Ciudad de
México.
Es de
suponerse que será aplastante la diferencia numérica en cuanto a asistentes: el
Zócalo capitalino podrá estar rebosante de obradoristas entusiastas, pero sus
contrincantes intentarán multiplicar sus escuálidas cifras anteriores y mostrar
músculo con aspiraciones de masa. Participarán grupos de los partidos
derrotados en 2018 y varios personajes de absoluta identificación partidista o
de poder, que ahora pretenden asumirse como ciudadanos solamente. Les alienta
en especial la campaña propagandística desplegada desde el episodio del hijo de
El Chapo en Culiacán hasta el caso de los LeBarón asesinados entre Sonora y
Chihuahua, pasando por el discurso de inusual crítica desde lo militar
pronunciado por un general en retiro. Un año. Quedan cinco.
Y, mientras
Bernardo Bátiz ha sido nombrado miembro del Consejo de la Judicatura Federal,
lo cual llevará un aire de honestidad a toda prueba al muy burocratizado y
complicitario órgano institucional de vigilancia y disciplina del Poder
Judicial Federal.
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