Ricardo
Ravelo.
Han
concluido, por ahora, los dos primeros capítulos sobre la trama de corrupción
de Odebrecht y la compra fraudulenta de la planta Agronitrogenados. El actor
estelar –Emilio Lozoya, testigo convenido de la Fiscalía General de la
República (FGR)– se declaró inocente con amplio cinismo y se acogió al llamado
criterio de oportunidad, mediante el cual pasó a ser el soplón que desenredará
toda la madeja de atracos que en el campo energético se tejió en el sexenio de
Enrique Peña Nieto.
Todo está
por verse porque, hasta ahora, el Presidente de la República, Andrés Manuel
López Obrador, ha festinado la extradición de Lozoya y su condición de testigo
colaborador sin que haya declarado una sola línea sobre el expresidente Enrique
Peña Nieto, Luis Videgaray y otros que, según la FGR, participaron en el saqueo
y quebranto de Petróleos Mexicanos (Pemex), así como en el festín de sobornos
realizado por la empresa brasileña Odebrecht en todo el continente.
La FGR tiene
información respecto de que dicha empresa pagó 10 millones de dólares para la
campaña de Peña Nieto, hizo depósitos, a su vez, en las cuentas de Lozoya en
Suiza por seis millones de dólares, todo a cambio de obtener jugosos contratos
tan pronto Peña Nieto arribara a la Presidencia, como ocurrió en diciembre de
2012.
Aquí cabe
preguntar: ¿Para qué tanto show con el caso Lozoya? ¿Hacia dónde apunta este
escandaloso caso? ¿Realmente el objetivo es encarcelar al expresidente Peña
Nieto y a Luis Videgaray? ¿O es una campaña mediática y política para levantar
una espesa neblina con el objeto de que la gente se distraiga de los impactos
del coronavirus, la debacle económica y la no menos estruendosa violencia del
crimen organizado?
En todos
estos asuntos el Gobierno de la Cuarta Transformación ha resultado un verdadero
fracaso. López Obrador, es evidente, no puede con el país y el barco
gubernamental parece naufragar: ahí están los datos terribles de la economía y
el cero crecimiento, ni se diga los que sufren por el despido causado ante el
cierre de las empresas, que se multiplica por todas partes –el plan de rescate
oficial parece que fue sólo en el papel, aún no se refleja– el drama de los
infectados por la pandemia, así como dolor inevitable por las más de 45 mil
muertes que ya colocaron a México en el tercer lugar mundial, después de
Estados Unidos e Inglaterra.
Estos
problemas nacionales, de agudizarse, pueden ahondar el drama social, empeorarlo
e impactar en el nivel de aceptación del Presidente, quien echa mano de todos
los recursos, distractores, legislativos, legales, entre otros, para amortiguar
el impacto político de su ineficiencia como Presidente.
El tema de
la inseguridad lo ha seguido reforzando, aunque sin que se refleje en forma
eficaz, al integrar a las Fuerzas Armadas en las tareas de seguridad pública.
Poco después de su regreso de Estados Unidos, le entregó la seguridad de las
aduanas y puertos a la Marina y al Ejército. El Presidente ha dicho que en su
Gobierno se acabó la corrupción, que eso es cosa del pasado, pero por otra
parte llama con urgencia a los militares para atacar la corrupción en las 49
aduanas y puertos porque, dijo, se necesita. Esto indica que Ricardo Ahued,
Senador por Veracruz, no pudo con el paquete de las aduanas y prefirió hacerse
a un lado.
En efecto,
es necesario reforzar la seguridad en puertos y aduanas, pero lo que sorprende
es el enorme poder que le ha otorgado a las Fuerzas Armadas. Los llamó para
apoyar a la Guardia Nacional frente al crimen organizado, les otorgó el
contrato de la construcción de Santa Lucía, la seguridad de todo el país. Hoy
México está militarizado. ¿Qué sigue? Que les entregue el poder presidencial.
Sí, eso falta.
El llamado
de marinos y militares a las aduanas y puertos responde también a la urgencia
de Estados Unidos para que sus empresas estén seguras, sobre todo en los
puertos, donde muchas de ellas operan. Estados Unidos tiene bajo su control la
seguridad de América del Norte y ésta se decide desde Washington. Desde ahí se
vigila todo el territorio y a eso responde la militarización en México. López
Obrador recibió la orden y, obediente, la acató. Hay un lado de López Obrador
que no se conoce públicamente: sus acuerdos secretos con Washington. Ya
hablaremos de eso.
A López
Obrador le preocupa sostener el poder, ganar otra vez la mayoría en el
Congreso, gubernaturas, alcaldías y otras posiciones en julio del 2021 y este
parece ser el principal objetivo con el uso político del testigo Emilio Lozoya.
Legal o ilegal, la FGR negoció con el exdirector de Pemex para que hable. Esto,
evidentemente, no es gratis. Tiene un costo: la libertad de Lozoya a cambio de
que diga todo lo que sabe e incrimine al expresidente Enrique Peña y a Luis
Videgaray. Pero el Presidente quiere que la gente conozca detalles, punto por
punto, sobre cómo, cuándo y dónde se planeó, cómo se planeó el atraco de Pemex.
Más allá de la justicia, quiere darle rienda suelta al morbo. De eso quiere
alimentar al pueblo que dice respectar.
Existen
muchas dudas de que López Obrador vaya a proceder en contra de Peña Nieto. De
ser así, quedaría claro que él es quien da las órdenes a la FGR, aunque sea
autónoma; es tan obvio que la dependencia a cargo de Alejandro Gertz Manero
recibe órdenes de Palacio Nacional que, en ningún momento, López Obrador separa
la función de la FGR cuando se aborda el caso Lozoya y otros. El inconsciente
lo traiciona. Y esto ocurre cuando no hay verdades de fondo.
El trabajo
de una Fiscalía autónoma no se festina en el púlpito presidencial; tampoco se
tocan los temas que se investigan para hacer política, como lo hace López
Obrador. En lo personal, nunca he escuchado a Donald Trump hablar de los logros
del FBI, de la DEA o del Departamento de Justicia o del Tesoro. Esas instancias
actúan y punto. Sus golpes no son materia de discusión política, como ocurre en
México, donde la sola actitud del Presidente evidencia lo que todos suponemos:
que la FGR no es autónoma, como lo ha pregonado el Gobierno.
El testigo
convenido Emilio Lozoya seguirá dos o tres días internado en el Hospital
Ángeles, según dijo su abogado. Luego, seguramente se irá a vivir a una casa de
seguridad habilitada por la FGR, rodeado de vigilancia, porque no pisará la
cárcel. Su papel estelar como testigo durará seis meses, de aquí hasta enero de
2021, tiempo más que suficiente para darle suficiente vuelo a sus dichos. Y
falta ver qué va a decir. Hay testigos cuya lengua debería ser objeto de un
monumento a la mentira: con tal de salvar el pellejo son capaces de incriminar
hasta a su madre.
Esperemos
que las declaraciones incriminatorias de Lozoya tengan un final extraordinario
que lleven al encarcelamiento del primer Presidente en la historia de México.
De ocurrir esto, López Obrador gobernaría este país en forma vitalicia, igual
que Vladimir Putin, el Presidente de la Federación de Rusia, quien se apresta a
gobernar hasta el 2030.
Pero todo
está por verse, como ya lo expuse. A un año y medio de Gobierno, López Obrador
ha demostrado más barahúnda que realidades en el tema de la corrupción. Un
ejemplo: Comenzó su Gobierno con un golpe espectacular a las mafias dedicadas
al robo de combustibles. El país enfrentó una escasez histórica de gasolinas,
lo que evidenció que la distribución se nutría con puro combustible robado.
Denunció que había una gran mafia que operaba desde la torre de Pemex, pero
hasta ahora no ha encarcelado a nadie. Los grandes mafiosos de este negocio
siguen libres e impunes.
Otro: Carlos
Romero Deschamps, acusado de ser un corrupto, cabeza de una red de
huachicoleros y uno de los principales caciques del sindicato petrolero, dejó
el poder sin que le tocaran un solo peso. Su fortuna no sólo sigue intocada
sino que, peor aún, ya ni siquiera existen investigaciones en su contra. ¿Hubo
pacto?
Ahora el
Congreso reformó la Ley de Adquisiciones para que el Gobierno federal pueda
comprar –en forma directa– medicamentos y aparatos médicos en el extranjero. La
razón de esta nueva disposición es que las farmacéuticas y laboratorios
mexicanos estaban arregladas con altos funcionarios de la administración
pasada, lo que hizo del suministro de medicinas un negocio jugoso, impune hasta
ahora. Sin embargo, no se ha castigado a nadie por esta emblemática corrupción.
Todo ha sido ruido y más ruido, al estilo de López Obrador.
Ante este
comportamiento del Presidente –tiene una lengua ingobernable pero no aplica la
ley a los corruptos, sólo sabe ajustar cuentas, diestro en el arte de la
venganza, según ilustra el caso Rosario Robles– López Obrador gobierna
generando mucho ruido sobre la corrupción del pasado, con lo que construye una
cortina que impide ver sus fallas y fracasos en el Gobierno; está montado en el
elevado porcentaje de aceptación social, utilizando su credibilidad hasta el
límite –sin medir su desgaste– para cometer fechorías, pues sus seguidores
todavía le creen, porque han perdido hasta el juicio al estar capturados por un
fanatismo que raya en algo así como lo enfermizo. Todo le aplauden. Este perfil
de seres humanos, atenazados por el fanatismo, fueron descritos por el
investigador ruso Peter Ouspensky en su libro El Cuarto Camino:
Estos
humanos vibran en lo más bajo –dice Ouspensky– no tienen consciencia porque
duermen profundamente, son máquinas que así nacieron y así morirán. Cuando
hablan o actúan retroceden casi al origen del mono, siguiendo señales confusas
del exterior, aunque los extravíen. Están tan dormidos que aplauden todo. Se
identifican con todo, no gobiernan sus emociones, al contrario, son presa fácil
de las impresiones del exterior porque viven según lo que ocurre externamente y
pasan por alto su realidad interior.
Espero no
sea su caso.
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