viernes, 31 de julio de 2020

Estambul no tiene la culpa.


Diego Petersen Farah.

En política nada hay más complicado que la congruencia. Todos quisiéramos que nuestros políticos fueran absolutamente congruentes entre lo que dicen y lo que hacen, pero eso es imposible. Si hicieran lo que dicen y prometen, y solo eso, el país sería una caos, un conflicto permanente. Si solo prometieran lo que pueden cumplir a cabalidad, las campañas serían lo más parecido a un retiro espiritual de silencio. Por eso la ambigüedad y la contradicción son inherentes a la política.

Pero hay de contradicciones a contradicciones. Una cosa es tener que mediar entre la realidad y el deseo de transformación y la otra es cometer actos abiertamente contradictorios y, al menos en apariencia, por la simple voluntad de decir aquí quien manda soy yo. El nombramiento de Isabel Alvirde como Embajadora en Estambul es quizás el “chayote”, el “embute”, más grande de la historia de este país. Sí, es cierto, desde que Calígula hizo Cónsul a su caballo el servicio exterior se ha utilizado para cualquier tipo de arbitrariedades, desde desterrar enemigos o expresidentes hasta para pagar favores o premiar amigos. Pero justamente por eso, porque es una arbitrariedad y un abuso de poder uno no lo espera de una personaje que un día sí y otro también acusa de corruptos a sus antecesores y ataca a los periodistas que lo critican porque, sin presentar prueba alguna dice que eran chayoteros, actúe de una manera distinta.

La designación de Isabel Alvirde como Embajadora en Estambul es grave por lo que significa en términos de corrupción del poder, y muy grave por lo que representa para el servicio exterior mexicano. No solo es un insulto a los miembros de carrera del servicio exterior, que tristemente están más que acostumbrados a este tipo de imposiciones con lógica política, sino al país que recibe semejante representación. Estambul es hoy por hoy una de las grandes capitales del mundo y geopolíticamente el punto de encuentro no solo entre dos continentes sino entre dos culturas cada vez más encontradas. Pensar que alguien sin experiencia diplomática puede representar con eficiencia y eficacia los intereses de México en ese país es una quimera; pensar que la relación con Turquía es tan poco trascendente que una persona sin experiencia, por el simple hecho de compartir la visión o la amistad del Presidente, puede ser Embajadora en ese país, es una irresponsabilidad.

El problema no es el nombre ni lo que representa Isabel Alvirde, que, por supuesto, es muy discutible, pues se trata de una periodista con la adulación a flor de piel cuya convicción más profunda es estar bien con el poder en turno, sino el hecho en sí mismo.

En lo dicho, para ser diferentes se parecen demasiado a sus tan odiados antecesores. Estambul no tiene la culpa.

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