Salvador
Camarena.
Les han
tocado represiones, terremotos, grotescos fraudes electorales, cracks
económicos, magnicidios, guerrillas urbanas y un levantamiento armado indígena,
la llegada de la alternancia y la mayor crisis de violencia en décadas. Ahora,
por la pandemia están cayendo como moscas. Son las y los mexicanas que tienen
entre 45 y 64 años de edad.
Las
autoridades de salud dieron a conocer el sábado un estudio que revela que se ha
registrado un notable aumento en fallecimientos. Con datos de apenas 20
entidades, el gobierno federal cifra ese incremento en 54.5%, o en 71 mil 315
casos, que son la diferencia entre las muertes de lo que va de 2020 contra lo
ocurrido en similar periodo del año previo.
Al desglosar
ese aumento, sucede que los adultos de entre 45 y 64 años de edad presentan, en
2020, una mortalidad del doble de lo ocurrido en el año anterior. O si se
quiere el dato exacto: en ese grupo etario hay 97% más decesos este año que en
2019.
A nivel
mundial, la pandemia golpeó con particular saña a los adultos mayores. En
México ese grupo también ha resultado muy impactado. Para los de 65 años y más,
las autoridades calculaban una mortalidad de 72 mil 127; pero han ocurrido 104
mil 447, que en porcentaje es un aumento de 45%. Menos de la mitad, sin
embargo, de lo que ha sido la subida de casos para el grupo de los que tienen
entre 45 y 64 años.
Así que
Covid-19 ha sido, particularmente, una calamidad para las y los mexicanos que
están en plenitud. Como López-Gatell tiene una explicación para todos y cada
uno de sus fracasos, no es aventurado decir que el que cobra de subsecretario
de Prevención seguro culpará de tal pico de muertes a las comorbilidades. Ya
habrá momento de volver a ello en otro texto.
Por lo
pronto, qué decir de tan dramático volumen de fallecimientos en este grupo, que
el mismo sábado fue llamado como “relativamente joven”.
Algunos de
esos relativamente jóvenes nacieron entre 1956 y 1975. Pudieron estrenarse en
los comicios ya sea cuando hubo un solo candidato real (1976), cuando todo
naufragaba por los excesos lopezportillistas (1982), o en la ocasión en que sus
votos se perdieron en la bartletiana “caída del sistema” (1988) o fueron parte
de las elecciones del miedo (1994), el año de los magnicidios…
En la
infancia de algunos de ellos ocurrieron las represiones del 68 y del 71, las
guerrillas urbanas de los setenta; pero a todos les marcó el alzamiento
zapatista y el acribillamiento en Guadalajara de un cardenal, “confundido” con
un narcotraficante, hoy preso en Estados Unidos.
Esa
generación, que creyó en las alternancias electorales que premiaron al PAN, que
defraudó, y que increíblemente devolvió el cetro al PRI, ha tenido quizá la
fortuna y el infortunio de haber vivido para disfrutar de algo de la
infraestructura que trajo el llamado desarrollo estabilizador –educación y
acceso a la salud como nunca tuvieron nuestros abuelos–, pero también para
padecer la pauperización de esos mismos servicios públicos.
Los que
están muriendo al doble de lo esperado fueron anónimos artífices de cambios
democráticos, legiones de educandos que llevaron los números de la
alfabetización a niveles récord y migraron a escuelas técnicas porque también
ellos saturaron las universidades; y las y los más vacunados de la historia.
El futuro un
día les prometió que habría pensiones para un retiro no tan magro –las más
suertudas de esas personas se pueden acoger a la ley anterior del IMSS y
olvidarse de las penurias de las Afores–, que muchos saldrían de la pobreza (lo
que no se cumplió ni remotamente) y justo están, unas más otras menos, en lo
que se consideran los años más productivos de la fuerza laboral.
En esas
andaban los de la generación 1956-1975 cuando llegó Covid-19 y la negligencia,
no sólo la inoperancia, de este gobierno federal frente al coronavirus. Hoy la
generación que vio el esplendor (malo en casi todas sus formas) del priismo, ve
el desastre de los gobiernos del cuatripartidismo (a cual más de malo) al
tiempo que pone en la pandemia el doble de muerte de los “relativamente
jóvenes”. Así les tocó vivir.
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