Ricardo Ravelo.
Falta de personal capacitado,
carencia de recursos económicos, hacinamiento, ausencia de programas
específicos para lograr la readaptación social, entre otros problemas, sumen en
severa crisis a las prisiones del país. Y nadie hace nada.
Por si esto fuera poco, las cárceles
están repletas de sicarios y narcotraficantes que, con el apoyo de sus socios,
han explotado el comercio de drogas de todo tipo en las prisiones, generando
con ello una amplia red de corrupción que lo mismo implica a custodios y funcionarios
menores que a muchos directores, quienes se han coludido con las bandas del
crimen. En pocas palabras, las cárceles son un gran negocio cautivo de una
cauda de funcionarios y capos, cómplices hasta el descaro.
No importan
las condiciones de insalubridad en la que viven los reos, tampoco que consuman
alimentos preparados sin cumplir las reglas de higiene o que se los coman en
estado de putrefacción y entre olores fétidos. Lo que importa es el negocio del tráfico de drogas, la venta de alcohol y la prostitución
descarada, pues es bien sabido que los funcionarios de las prisiones han creado
otro mundo dentro de las cárceles: el de la corrupción y la impunidad sin
límites.
Por estas y otras razones, las
cárceles son una bomba de tiempo. Es poco decir que son escuelas del crimen, en
realidad son poblaciones criminales, zonas de excepción, un mundo aparte, el
mafioso y corrupto de afuera al que solo separan –o parece separar –unas rejas
de la realidad exterior, tan atroz como la de adentro. Pero la corrupción ha
desaparecido esas barreras. Dentro de las prisiones todo se puede hacer y todo
se permite con dinero, el lubricante que lo ablanda todo.
De esa
forma, se estima que la mayor parte de las extorsiones provienen de las
prisiones del país. Amplias redes de mafiosos disponen de directorios,
teléfonos celulares para llamar a sus posibles víctimas y, previa amenaza de
que tienen a un familiar secuestrado engancha a su víctima, quien corre
apresurada a depositar una suma importante para liberarlo. Presas de este vil
engaño han caído miles de personas. Algunas, por desgracia, han muerto del
susto.
La violación de los derechos humanos
es lo común en las prisiones. Lo humano no existe. En los últimos dos años, la
Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) ha difundido amplios informes
sobre la precaria situación que priva en las cárceles y los datos son
espeluznantes: en muchos Centros Federales de Readaptación Social los reos
comen alimentos echados a perder, pasan 23 horas encerrados en sus celdas, les
niegan las actividades deportivas, también las conocidas como de reinserción y
la falta de higiene es lo común entre los empleados encargados de manejar los
alimentos, pues no usan guantes ni tapa boca.
Esta situación se ha documentado
desde hace mucho tiempo en los Ceferesos de Hermosillo, Sonora; en Oaxaca, en
Gómez Palacio, Durango, en Tamaulipas, Veracruz, Chiapas, por citar sólo
algunos estados que enfrentan esta crítica situación en sus centros
penitenciarios.
Un grave problema que impera en
muchas de estas prisiones federales es la falta de alimento, justificado por
las autoridades debido a la carencia de presupuesto, según argumentan. Tampoco
disponen de suficiente personal para desarrollar todas las actividades
laborales, deportivas y trabajos remunerados que permitan, al menos
medianamente, dar algunos pasos para lograr la llamada readaptación social de
los internos, algo utópico en el Sistema Penitenciario del país.
En el más
reciente informe dado a conocer por la CNDH, a través de la Tercera Visitadora
General, Ruth Villanueva Castilleja, se
afirma que un grave problema que imposibilita la readaptación social de los
internos es la sobrepoblación que existe en casi todas las prisiones.
Un ejemplo
de ello es el Centro Preventivo y de Readaptación Social de Cuautitlán, en el
Estado de México: su capacidad es para albergar a 286 reos y actualmente su
población es de mil 132 internos. Según el informe, lo mismo ocurre en el
Centro Federal de Readaptación Social Número 2 Occidente, cuya población está excedida en un 56.35 por ciento.
La Tercera
Visitadora explicó las causas de la sobrepoblación: Existe uso desmesurado de
la pena privativa de la libertad, rezago en los expedientes de gran parte de la
población interna –casi el 50 por ciento
son reos procesados y no sentenciados –, la fijación de penas largas y la falta
de utilización de penas alternativas.
En la mayoría de las prisiones –los
casos de Topo Chico, en Nuevo León y en casi todos los penales de Tamaulipas
–no existen zonas o áreas específicas para recluir a delincuentes de alta
peligrosidad separados de los que enfrentan penas por delitos menores. La población, en casi todos los
casos, está revuelta: narcos con estafadores, homicidas con personas procesadas
por robo, psicópatas y violadores conviven con reos de baja peligrosidad. Es
por ello que resulta muy común afirmar que las prisiones mexicanas son
verdaderas escuelas del crimen. Y esto es decir lo menos.
En el
informe 8/2016, presentado por el presidente de la CNDH, Luis Raúl González
Pérez, existen datos escalofriantes como el hecho de que en muchos Ceferesos
del país impera la práctica de la tortura y carecen de programas para curar las
adicciones a sustancias tóxicas. Y estas cárceles, que se supone deben estar
mejor acondicionadas por su nivel de seguridad, enfrentan los mismos problemas
que los centros estatales: hacinamiento, escasez de alimentos, consumo de
comida en mal estado y elaborada sin higiene. Incluso el personal de la CNDH
detectó que en las bodegas y espacios donde se guardan los alimentos se
perciben olores fétidos.
Otra de las quejas recurrentes de los
reos es la falta de acceso a los servicios de salud, pues no hay personal
suficiente ni medicamentos para aliviar algún padecimiento por mínimo que sea.
Ya ni se diga cuando se trata de alguna enfermedad grave. El reo tiene dos
caminos: pedir ayuda a sus familiares o en el peor de los casos morir.
Lo que la CNDH no expone en sus
diagnósticos sobre el estado de las prisiones y su población es que más del 50
por ciento de las cárceles estatales están bajo el control del crimen
organizado. Cárteles como los del Golfo y “Los Zetas”, por ejemplo, imponen su
hegemonía en penales de Tamaulipas, Veracruz, Zacatecas, Jalisco, Tabasco,
Morelos, entre otros, donde existe un mercado cautivo de drogas, alcohol y
prostitución. Todo esto es autorizado por los directores de los penales por
negocio o por estar bajo amenazas de los varones de la droga.
De hecho, muchas fugas ocurridas en
Tamaulipas y Veracruz fueron planeadas por “Los Zetas” en contubernio con las
autoridades penitenciarias, quienes mantienen una complicidad abierta con el
narcotráfico para guardar drogas y armas en las cárceles, como se acreditó
recientemente en el penal de Reynosa, Tamaulipas, donde las autoridades
llevaron a cabo una revisión.
En las cárceles de Durango, Coahuila
y Nuevo León se ha comprobado que muchos reos son sicarios de la mafia, quienes
son contratados por bandas del crimen organizado para asesinar a personas. Esto
lo saben las autoridades, quienes autorizan la salida del preso para ejecutar
el homicidio solicitado para luego regresar a la población interna como si nada
hubiera pasado.
De igual forma opera y a gran escala
la prostitución en las cárceles. Estas redes, también son manejadas por el
narcotráfico, mantienen una estrecha comunicación con funcionarios
penitenciarios, quienes reciben cuantiosos sobornos por permitir la introducción
de bebidas alcohólicas, droga, mujeres de la vida galante y la organización de
festines que en ocasiones duran hasta tres días. En esas fiestas corre a
raudales el alcohol y la cocaína, venenos de la conciencia.
De la venta de droga que se permite
en las prisiones, las ganancias se reparten: se le paga a la organización
criminal que surte y luego vienen los “moches”, es decir, los sobornos para
custodios y principalmente para el director de la prisión, quien no es la
máxima autoridad, pues este funcionario a menudo es reducido a un simple
empleado de la mafia.
Es el director de la prisión quien
mediante un cañonazo de dinero permite todo, incluso los llamados privilegios
para los reos especiales y de alto nivel, quienes desean vivir como si estuvieran
en un hotel boutique o de gran turismo: piden camas de agua, aire
acondicionado, salas de piel, pantallas de plasma con servicio de televisión
por cable, teléfonos celulares, computadoras, impresoras, alcohol, mujeres a la
hora que lo desean y comida comprada en los mejores restaurantes del lugar.
Estos
privilegios no son historias recientes. En el reclusorio Sur de la Ciudad de
México así vivía, en los años ochenta, Miguel Ángel Félix Gallardo, el llamado
“capo de capos”, durante muchos años esa vida de lujos la llevó Joaquín Guzmán
Loera, “El Chapo”, en el penal de Puente Grande, donde se le suministraba
viagra e inyecciones de testosterona para mantener la libido aceitada como un
resorte.
En realidad “El Chapo” mandaba en
Puente Grande y tenía una nómina secreta para sobornar a todos los funcionarios
del penal. Tanto dominio llegó a tener que aquel enero de 2001 se fugó de la
cárcel. La versión de que salió en un carrito de lavandería fue una pincelada
de ficción a la escena: en realidad salió por la puerta grande y caminando.
Plagado de
lujos y privilegios también vivía Juan José Esparragoza Monzón, “El Negro”, en
el penal de Culiacán desde que fue detenido en enero de este año. Lo que llamó
la atención del caso, por las sospechas que despertó, es que las autoridades
federales pidieron que fuera trasladado a un penal de máxima seguridad debido a
su alto perfil criminal.
Esparragoza Monzón interpuso un
recurso de amparo a través de sus abogados para impedir el traslado, el cual le
fue concedido con una celeridad inusitada. Meses después se fugó junto con
cuatro altos miembros del cártel de Sinaloa: Jesús Peña, “El Veinte”, operador
de Ismael “El Mayo” Zambada; Rafael Guadalupe Félix Núñez, “El Changuito”,
Francisco Javier Zazueta Rosales, “El Chimal” –implicado en el ataque de un
convoy militar en Culiacán en septiembre de 2016 –y Alfonso Limón, “El Chuba”,
quien había sido capturado en Sinaloa en noviembre de 2014.
A pesar de este nivel de corrupción
que llega hasta la médula del sistema carcelario, el gobierno de Enrique Peña
Nieto permanece paralizado. Ni una sola acción para frenar esta ola de
excremento que circula por el sistema penitenciario nacional donde, además de
la comida, todo el mundo parece estar podrido de avaricia y poder, donde lo
humano, lo estrictamente humano, no existe y a nadie le importa.
¡Vaya
sistema!
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