Francisco
Ortiz Pinchetti.
En junio de
1968, hace casi medio siglo, viví en Baja California mi primera experiencia
electoral como reportero. Me tocó cubrir las elecciones municipales de Tijuana
y Mexicali. Y ahí me topé con alguien
que me acompañaría un buen trecho de mi carrera profesional: el fraude
electoral. Creo que lo conozco.
La elección en ambos municipios
bajacalifornianos fue un cochinero. A pesar de todas las artimañas y
chapucerías del sistema priista, sin embargo, la votación favoreció a los
candidatos del PAN, Luis Enrique Enciso Clark y Norberto Corella Gil Samaniego,
respectivamente. Y entonces se llegó al extremo de introducir durante la madrugada
equipos de calígrafos especializados a los recintos donde se guardaban los
paquetes electorales para falsificar y suplir las actas correspondientes.
La maniobra fue descubierta y
abortada por los ciudadanos que hacían guardia de día y de noche en torno a los
locales. Finalmente, el Congreso del Estado optó por anular ambas elecciones y
nombrar sendos concejos municipales… con lo que acabó por consumarse el fraude. Así lo consigné en mis crónicas
publicadas en la revista Gente. Esa fue mi primera vez.
Desde
entonces, especializado sin pretenderlo en coberturas electorales, he sido
testigo periodístico del devenir y la transformación de nuestro sistema
comicial. A lo largo de tres décadas cubrí para el semanario Proceso cuatro
procesos presidenciales y más de treinta elecciones estatales y municipales,
algunas tan conflictivas y graves como la de 1986 en Chihuahua. Además, las
presidenciales de 1990 en Perú y Nicaragua. Puedo entonces decir que soy un
periodista experimentado en el tema.
Por supuesto que sé lo que es una
elección en manos de un Consejo Estatal Electoral integrado por funcionarios
públicos designados por el gobernador. Conocí en vivo lo que
son los “carruseles” de votantes, la falsificación de boletas y de actas, los
“tacos” de votos, las “urnas embarazadas”, la suplantación o expulsión de
representantes de partidos en las casillas, la operación “ratón loco”, la
violación de la secrecía del sufragio, el “rasurado” del padrón y mil
marranadas más. Me tocó verlas, documentarlas y denunciarlas incontables veces.
Aprendí a olerlas.
Pienso que en Chihuahua 86 se dio el
sumun del fraude electoral. Es su más acabado ejemplo. Conforme un plan urdido
en el despacho del entonces priista Manuel Bartlett Díaz en la Secretaría de
Gobernación, como pude documentar, se recurrió a todas las mañas y maniobras del elenco
fraudulento –todas– para burlar la voluntad de los chihuahuenses, que sólo
exigían su derecho al sufragio efectivo.
Eso no sería
posible hoy. Las sucesivas reformas electorales ocurridas en nuestro país
–justo a partir del fraude de 86 en Chihuahua y de la controvertida elección
presidencial de 1988, que marcaron un límite–, han transformado radicalmente
nuestro sistema comicial.
Hay que
reconocerlo. Y valorarlo. Hoy los ciudadanos vigilan la elección y los votos se
emiten en orden y se cuentan. Así de simple.
En esta
transformación han sido claves varias medidas adoptadas por nuestros
legisladores en los últimos 20 años. Una crucial fue la ciudadanización de los
órganos electorales. Desde 1994 los
comicios están “en manos de ciudadanos, no de funcionarios”, como apunta José
Woldenberg. Otra fue la credencial de elector con fotografía –que tiene 16
candados de seguridad– y la lista nominal con fotografía, que erradicaron la
posibilidad del voto en “carrusel” por ejemplo. También es importante la urna transparente, que impide el “embarazo”
previo de las mismas. Los funcionarios de casilla son ciudadanos, vecinos,
insaculados por sorteo. Y se usan
boletas infalsificables, foliadas y firmadas por los representantes de partidos
y candidatos.
Otro avance
fue el conteo rápido, como método probabilístico, estadístico, para obtener
mediante una muestra de casillas diseñada por expertos una aproximación
generalmente muy precisa de la tendencia de una votación. Es un instrumento con
bases científicas, basado en las actas de escrutinio, que funciona siempre y
cuando exista una diferencia mínimamente clara entre los contendientes, lo que
no ocurrió por ejemplo en las recientes elecciones estatales en Coahuila. Los
porcentajes que arroja el conteo rápido, hay que reiterarlo, no son en absoluto
resultados oficiales de la elección.
El Programa
de Resultados Electorales Preliminares (PREP) es otra cosa. Se trata de una
herramienta para la suma de votos de manera mecánica, podríamos decir, sin
ninguna posibilidad de manipulación. El
PREP, concebido originalmente por especialistas de la UNAM para dar certidumbre
a las elecciones, va adicionando los datos de la votación contenidos en las
actas de escrutinio, ojo, conforme éstos van ingresando al sistema. Tal
cual. Y ocurre lógicamente que primero lleguen los resultados de una zona del
estado o del país, por ejemplo, y luego los de otras.
Esto explica
la aparente inconsistencia de su información, cambiante, en tanto no alcanza un
nivel de captación que efectivamente indique una tendencia clara.
De ahí las famosas y
“sospechosísimas” volteretas del PREP, utilizadas a menudo para descalificar
todo el proceso. Por
ignorancia o por dolo, esos cambios se atribuyen a una manipulación
premeditada, que no existe. Los resultados del Programa tampoco tienen validez
oficial. El único resultado oficial es
el que arroja el conteo distrital de los votos en las juntas computadoras, que
generalmente se realiza el miércoles siguiente al día de la votación.
Contrariamente a los motivos que le
dieron origen, el PREP se ha convertido en un instrumento que abona más a la
incertidumbre y la sospecha que a la certeza. En realidad, no sirve para nada.
Es una monserga. Me parece que es el momento de plantear su desaparición, de plano. O cuando menos la
modificación de su funcionamiento, de modo de que su conteo se haga público
sólo a partir de que alcance un porcentaje de la votación suficientemente
indicativo. De lo contrario, se seguirá
usando para descalificar a nuestras costosas elecciones.
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