Raymundo
Riva Palacio.
No fueron
pocos los que interpretaron como amenaza la afirmación que hizo el candidato
presidencial Andrés Manuel López Obrador en la convención anual de banqueros en
Acapulco, de que, si se diera un fraude electoral, él no frenaría el
descontento popular y no sería él quien amarrara al tigre. La metáfora generó
reacciones de alarma, por lo que trató de matizar sus declaraciones. No hubo
fraude en la elección, sino un voto masivo a su favor que le dio enorme
legitimidad a su victoria y a su Presidencia. Sin embargo, él no dejó de seguir
alimentando al tigre con la exacerbación de sus sentimientos y un discurso de
odio que afirma no tener, pero que todos los días ejecuta contra todo aquél
que, deliberadamente o no, interfiere en sus planes. Su obsesión contra un
pensamiento diferente llega a veces a lo absurdo.
Hace unos
días, en su conferencia de prensa matutina, al hablar sobre la construcción del
nuevo aeropuerto en Santa Lucía, dijo que en un vuelo a la Ciudad de México, el
capitán informó a los pasajeros que tendrían una demora para aterrizar por la
saturación en el aeropuerto Benito Juárez. Cualquier persona que haya viajado a
esta capital en los últimos años sabe que, rara vez, sobre todo en la noche,
llegará a tiempo porque siempre está saturado. López Obrador sugirió, sin
embargo, que el piloto había exagerado la saturación, porque seguramente era
“simpatizante del conservadurismo”. Dijo textualmente: “Lo que quieren es que
haya saturación de más en el aeropuerto y nos echen la culpa a nosotros”.
La
sobrevaloración que tiene el Presidente de sí mismo, corresponde a su ego al
pensar que todo lo que sucede tiene que ver con él. No es el epicentro del
mundo ni todos están atentos a lo que hace o deja de hacer. Pero la retórica
con la cual procesa inconvenientes –algunos ajenos a su responsabilidad, como
la saturación del aeropuerto–, polariza y enfrenta. Su visión maniquea de la
vida pública ha colocado a quienes no son sus incondicionales como sus
enemigos, y los combate todos los días. A quienes lo apoyan, se les han sumado
grupos violentos tolerados por el gobierno.
La toma de
casetas, por ejemplo, se ha convertido en un método sistemático de allegarse
recursos los fines de semana. Las autoridades consienten que se tomen las
casetas en horas específicas de la mañana sin que intervengan. El resultado
práctico es una especie de impuesto social para compensar, quizás, la falta de
recursos y de crecimiento derivado de la política económica. Ofrecer amnistía a
delincuentes –en lugar de reponer procesos para hacer justicia dentro de la
ley–, y ofrecer disculpas a los victimarios y olvidar a las víctimas, aumentan
la combustión social. La impunidad para el que violenta y afecta las libertades
de terceros, envía señales de apoyo para que se ultraje, sin castigo y hasta
con alegría –“las benditas redes sociales”, justifica–, a todos aquellos a
quienes apunta el Presidente en sus mañaneras.
La
tolerancia al vandalismo ante la mirada pasiva de la policía de la Ciudad de
México durante la marcha por el quinto aniversario de la desaparición de los
normalistas de Ayotzinapa dejó pintas que decían “quema al rico”, una evocación
al discurso del Presidente donde acusa que todo aquel que ha tenido en su vida
movilización social, lo ha logrado gracias a un sistema de privilegios, abusos
y corrupción de los gobiernos anteriores, por lo que son “conservadores” y
“neoliberales”. En otra marcha 48 horas después, por la despenalización del
aborto, activistas dañaron muros y rejas de la Catedral Metropolitana, y
prendieron fuego a la puerta de la Cámara de Comercio de la Ciudad de México.
La
permisividad a la violencia del presidente López Obrador, con los mensajes
claros a quienes delinquen de que las fuerzas de seguridad no irán detrás de
los criminales porque “no van a reprimir” –confusión conceptual o posición
política que manipula la aplicación de la ley con un delito–, y que prefiere
becarios a sicarios, porque la forma de pacificar el país es con abrazos y no
balazos, otorga carta blanca a quienes quieran cometer delitos o utilizar la
fuerza para alcanzar sus objetivos.
El tigre
está suelto, pero no aquel que veía López Obrador durante la campaña electoral,
como consecuencia de un fraude electoral que lanzaría a las calles a miles de
personas para impedirlo. El que soltó al tigre es su discurso que blinda a
criminales, y el que reiteradamente llama a la acción –el ataque violento a
todo lo que no es López Obrador y su proyecto–, para que se sumen a su lucha
por transformar el país. Su estrategia es altamente riesgosa.
El
presidente López Obrador está conjurando un clima de violencia entre los
buenos, que son los que lo respaldan, y los malos, que son el resto de los
mexicanos, los que se mantienen pasivos y neutrales, y los que discrepan de él.
Su discurso de empoderamiento lo acompaña con llamados implícitos al ajuste de
cuentas mediante demagogia simplista, pero efectiva, ofreciendo el paraíso e
identificando a los demonios. No es, como dice, Presidente de todos los
mexicanos, sino de una parte. Esta división que hace diariamente con la
semántica fractura el tejido social y alimenta el encono. Cuidado. Tenemos
experiencias amargas. Recordemos siempre que el clima mata.
Nota: En la
columna “Ayotzinapa, el oscuro teniente”, publicada el jueves pasado, se
identificó a Leonardo Vázquez Pérez, exsubdirector de Seguridad Pública de
Guerrero, como un teniente retirado. La Secretaría de la Defensa precisó que Vázquez
Pérez alcanzó ese grado en la Fuerza Aérea, donde fue operador aéreo, pero que
fue dado de baja en 2001.
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