Pablo Gómez.
Los
muertos, desaparecidos y lesionados del 26 y la madrugada del 27 de septiembre
de 2014 en Iguala, estado de Guerrero, tienen culpables directos e indirectos.
Así, también, hay responsables políticos de ese crimen como producto de un
Estado sometido a la delincuencia armada. Y existen culpables de las torturas
contra los detenidos, la inobservancia de la ley y la falta de probidad de
aquellas autoridades que, sucesivamente, tomaron el caso.
El
problema no sólo consiste en la versión del Ministerio Público sobre que los
cuerpos de los estudiantes fueron arrojados e incinerados en el basurero de
Cocula, a pesar de no haberse encontrado restos humanos. El mayor problema es
que esa versión dio por cerrada virtualmente la investigación ministerial. Es
hasta hace poco, con el nuevo fiscal general, que se intenta seguir con las
indagatorias.
Son
muchos los inculpados por desaparición, homicidio y lesiones, pero sus
testimonios ante fiscales locales y federales no han servido para responder la
pregunta de por qué la policía de Iguala se lanzó en tres ocasiones sucesivas
contra los mismos autobuses en los que viajaban los estudiantes de Ayotzinapa y
no se les permitió salir de la ciudad, llegar hasta la carretera, cuando ya se
encontraban a una cuadra de distancia. Tampoco se conoce orden de autoridad
emitida para ese propósito, a pesar de que muchos jóvenes detenidos fueron
conducidos a la comisaría. Es aún más
oscura la narrativa sobre la actitud tomada por el gobierno de Guerrero,
incluyendo los cuerpos locales de seguridad, la Policía Federal y los efectivos
militares que cuentan en Iguala con un regimiento. Todos los estratos de
autoridad existentes en México estaban presentes aquella noche en Iguala.
La
“verdad histórica” de Murillo Karam ha sido presentada por su propio autor como
una de las más grandes investigaciones criminales de la historia de México. Sin
embargo, no da respuesta a ningún asunto principal de la tragedia, entre otros,
la definición de qué ocurrió exactamente y dónde se encuentran los 43
normalistas. Se habla de un basurero y sólo se exhiben restos de dos jóvenes.
Una
tragedia como la de Iguala requiere una explicación amplia de los hechos en sí,
como de sus motivos y propósitos. Además, es preciso ahondar en las causas y
modos de esa forma de ser del aparato de seguridad y justicia, la cual consiste
en que para investigar delitos se comenten delitos.
Después
de cinco años existen más dudas que certezas, más versiones improvisadas que
pruebas, más impunidades de delincuentes y autoridades. Es por esto que todo
debe cambiar en este tema tan emblemático. El país tiene derecho a recibir un
relato completo y fundamentado de la noche de Iguala. Al tiempo, los
funcionarios responsables por acción u omisión, los que ocultaron evidencias o
simples datos, los torturadores, los cómplices, los mentirosos deben ser
convocados a rendir cuentas.
Pero hay que
ir más lejos. Es preciso abordar el tema de la crisis estatal-criminal de
México, la cual no se ha empezado a superar a pesar del radical cambio de
gobierno. La imbricación del Estado con la delincuencia organizada permitió un
inusitado aumento de las bandas y su ramificación hacia otras actividades
delictivas, en especial la extorsión, que se ha convertido probablemente en el
delito más frecuente de la delincuencia organizada.
Desarticular
la extorsión no puede ser obra de la flamante Guardia Nacional, al menos de
momento, porque ésta no cuenta con un aparato de investigación a profundidad,
es decir, en las calles, sino sólo tiene fuerza armada disuasiva y
persecutoria. El Ministerio Público –32 locales y uno federal– tampoco podría
contrarrestar la extorsión con los escasos instrumentos con los que ahora
cuenta. Se requiere montar una nueva organización de investigaciones
criminales, sin importar a qué institución se le asigne.
Ahora mismo,
para averiguar de nuevo la noche de Iguala, se requiere de esa estructura.
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