Diego
Petersen Farah.
Para las
madres y los padres de los jóvenes desaparecidos de Ayotzinapa no son cinco
años, son mil 826 largas noches de insomnio; mil 826 días de despertar del
escaso sueño con la esperanza de que hoy, hoy sí, sabrán algo sobre el destino
de sus hijos; mil 826 largas jornadas de búsqueda entre burócratas en los
laberínticos caminos de la justicia; mil 826 regresos a la cama para
enfrentarse con el dolor de no saber y la eternidad de una nueva noche sin
sueño.
La noche de
Iguala cambió al país. Fueron muchas cosas las que se rompieron aquella
horrible jornada que desnudó al sistema, que hizo que poco a poco fuéramos
tomando conciencia de que, como en la fábula, la justicia iba desnuda, y nosotros
también.
Ayotzinapa
puso en la agenda nacional la crisis de los desaparecidos. No es que no
supiéramos que existía esta macabra forma de esfumar los rastros de una
persona; desde finales de 2011 comenzábamos a hablar de este nuevo delito, no
contabilizado, poco entendido y que las autoridades negaban y ocultaban con
eufemismos y no pocas veces con displicencia. Ya no era el Estado el
responsable de las desapariciones, como había sucedido en los años setentas y
ochentas, sino grupos de crimen organizado que definían el futuro de las vidas
de las comunidades. Fue hasta la desaparición de los 43 estudiantes de la
Normal Isidro Burgos que el tema tomó el lugar que le correspondía en la agenda
nacional como un delito recurrente, sistemático y continuo.
Ayotzinapa
nos reveló que el crimen organizado ya no era un asunto de narcos traficando
droga sino estructuras de control territorial que se disputan cada metro de
nuestro país, que controlan no solo los cerros, los llanos y los caminos, sino
las policías y autoridades municipales. Eso que aparecía de manera intermitente
aquí y allá como historias salidas de la ciencia ficción se reveló como una
fotografía en la charola del cuarto oscuro. No solo habíamos perdido buena
parte del territorio, ahora en manos del crimen, sino que las instituciones del
Estado estaban a su servicio.
Ayotzinapa
nos hizo entender lo podrido que están nuestras instituciones de justicia, más
preocupadas por resolver el problema político que por darle certeza a las
víctimas. La verdad histórica de la Procuraduría de Murillo Karam pasó ya a la
historia como la gran falacia de la justicia: todo el poder del Estado volcado
a inventar una “verdad”, corroborarla a base de torturas y difundida desde los
aparatos de comunicación.
Ayotzinapa
hundió al sistema político. Ahí comenzó la caída no solo del Gobierno de Peña
Nieto sino de una serie de arreglos institucionales sobre los que se había
sostenido el país los últimos 30 años.
Mil 826 días
y noches después el país es otro; los 43 desaparecidos y los sueños rotos de
sus padres son los mismos.
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