Jorge Zepeda
Patterson.
Nos
acercamos al primer aniversario del Gobierno del cambio y muchas cosas han
cambiado y, paradójicamente, a la vez muy pocas han cambiado. Hay un mundo de
distancia en el estilo personal de gobernar entre la frivolidad irresponsable
de Enrique Peña Nieto y la austeridad a veces franciscana de Andrés Manuel
López Obrador. Sin embargo, el hombre y la mujer de la calle difícilmente han
experimentado un cambio en materia de bienestar social y económico, en acceso a
oportunidades o en la sensación de vulnerabilidad ante la violencia en las
calles. Ciertamente para muchos ancianos y jóvenes recibir un apoyo en metálico
hace bastante diferencia, pero en un país de 125 millones de habitantes resulta
insuficiente para provocar la impresión de que vivimos en otro régimen.
Y es que pese
a las buenas intenciones y el enorme desgaste físico del Presidente un Gobierno
no puede hacer una diferencia sustancial si la economía se encuentra estancada
y el empleo no está creciendo.
Está
claro que con el “me canso ganso” no va a alcanzar. Habría que insistir que
todo el sistema que preside el Gobierno de la república apenas representa el 25
por ciento del producto interno bruto de la nación. El resto lo genera la
iniciativa privada, la economía informal, los comercios, las remesas de los
emigrados, el turismo, los ingresos por drogas y un largo etcétera. Las
políticas públicas pueden matizar la acción de los otros, pero no hay manera de
activar una economía si los grandes, medianos y pequeños empresarios,
comerciantes, banqueros, agricultores tienen miedo a los tiempos y se guarecen
para esperar momentos mejores.
Antes, en
otra realidad que quizá nunca existió, el Estado podía hacer la diferencia.
Hoy, que vivimos en un mundo de interdependencias y en el cual las leyes del
mercado interno y externo se vuelven implacables, el margen de acción del
Presidente es infinitamente menor. López Obrador puede reorientar partes del
presupuesto; pero siendo realistas su impacto como herramienta para
redistribuir la riqueza es muy limitado: la mayor parte del gasto público está
comprometido en obligaciones de deuda, pensiones y pago de la burocracia, y el
grueso de esta forma parte de las filas de la clase media baja. Quitarle
recursos a un maestro o a un empleado federal para dárselo a un campesino,
incluso si se pudiera en términos políticos, equivale a destapar un hueco para
cubrir otro.
Es un
alivio saber que el Gobierno de la 4T está taponando las salidas absurdas de
moches, gastos suntuarios y corruptelas de los de arriba, pero los ahorros así
logrados son meras gotas frente a la difícil tarea de hacer reverdecer la
pradera.
Los
secretarios, subsecretarios y titulares de dependencias se despachaban con la
cuchara grande, pero se trataba de un millar de individuos; de allí no sale
para financiar el combate a la pobreza. En realidad, no saldría de ningún lado,
salvo de un crecimiento con una mejor distribución. López Obrador está haciendo
esfuerzos denodados para conseguir esa mejor distribución; el problema es que
sin crecimiento no hay distribución que luzca.
Tener la
razón moral o encabezar las causas justas no basta. En ocasiones parecería
que el Presidente está empeñado en demostrar que él hizo el esfuerzo, que la
legitimidad social y política estaba de su lado, que sus adversarios no fueron
solidarios y no abandonaron su mezquindad. En tal caso quizá AMLO se vaya a su
casa con la frente en alto dentro de cinco años, niveles de aprobación elevados
pero ningún cambio significativo en la vida de los ciudadanos, salvo en
términos discursivos. Sus seguidores más radicales se irán más furiosos de lo
que entraron, convencidos de que si no se pudo fue por la perfidia de los
conservadores. Pero más allá de quién haya tenido la culpa, lo cierto es que
habría sido una lastimosa derrota de la esperanza; una oportunidad histórica
perdida.
El
verdadero reto del estadista no es demostrar que se tiene la razón y los otros
están equivocados sino encontrar la forma de que los actores que pueden cambiar
la realidad participen de sus razones, las compartan y las impulsen. Pero eso
no se conseguirá mientras se siga hablando de adversarios mezquinos o de
oposición derrotada. No se trata de doblar las rodillas frente al 30 por ciento
que no lo apoya (porción importante de los que tienen los recursos y dan empleo
directo o indirecto a buena parte del otro 70 por ciento); se trata de
convencer a todos de que dejen atrás la atonía, de que pese a las diferencias
es posible construir un clima de confianza mutua y de que es factible mejorar
la situación de las mayorías para provecho de todos.
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