Gustavo De
la Rosa.
Cuando
dirigí el Centro de Readaptación Social (Cereso), entre 1995 y 98, tenía un
interno especialmente peligroso. No sólo asesinó a dos personas una década
antes, cuando se encontraba en libertad, sino que ya en el interior del penal
sumó dos homicidios: a uno lo mató a cuchilladas y al otro golpeándolo en la
cabeza con un sanitario completo.
“El Juanón”,
así le decían, estaba en total aislamiento, una celda para él solo; podía salir
a caminar 2 horas en la noche acompañado de tres custodios y media hora en el
día cuando el resto de los internos de alta seguridad estaban en sus celdas; no
había otra opción para trabajar con él, sin embargo, se las arreglaba para que
le hicieran llegar a su celda dosis de heroína que lo mantenían suficientemente
tranquilo.
Una
organización humanitaria nos proporcionó la metadona suficiente para atender,
por un periodo de tres meses, a 500 pacientes; tratamiento necesario para poco
más de 60 por ciento de los internos adictos, pues teníamos uno 900 reos a los
que intentábamos apoyar desde la enfermería general.
Uno de los
primeros adictos que cité a mi oficina, para proponerle el tratamiento, fue
precisamente a “El Juanón”, quien me contó su vida y el origen de sus
adicciones, que comenzaron apenas rebasados los 10 años (y esto allá por la
década de los 80, cuando no era frecuente que niños tan jóvenes tuvieran acceso
a las drogas); él fue abandonado a los 2 años y circuló por casas de vecinos de
buen corazón pero escasos recursos, que no podían cuidarlo, y luego de constantes
visitas al DIF, finalmente llegó a la calle, donde sobrevivió con un grupo de
adictos, durmiendo abajo de un puente.
En estas
condiciones, en una fiesta de drogas sin rock and roll, Juan decidió cobrarle
su vida ingrata y dolorosa a su padre, que encontró en un bar, y lo asesinó a
puñaladas, además de también arrebatarle la vida a un amigo del papá que
intentó intervenir. Ahí mismo fue detenido, luego procesado y condenando a 20
años de prisión, sumando 20 más por cada una de sus víctimas ya en el interior
del penal.
En mi
oficina, escuchó mi propuesta de tratamiento, con la posibilidad de
incorporarlo a la comunidad penitenciaria y apoyarlo para que estudiará y
tomará un oficio, y de acortar su sentencia por buena conducta y así ser
liberado en unos 10 o 15 años más; para alguien que estaba destinado a vivir el
resto de su vida en una zona de alta seguridad del penal, era una gran oferta.
“El Juanón”
me escuchó pacientemente y finalmente dijo, “no gracias, yo no quiero estar
sobrio, ni quiero bajar a los patios, ahí me creen riesgoso para el penal y un
peligro permanente para los demás internos; ellos sólo van a ver dos chanzas,
huirme o matarme, y al final van a hacer lo último, aunque me lleve algunos por
delante… La vida aquí sólo se soporta estando bien arriba”.
Todo se
resume a sobrevivir para muchos jóvenes que, como “El Juanón”, han sido
abandonados desde niños o que carecen de la atención o consideración necesaria
de los mayores o las autoridades; estos no tienen un sentido ni proyecto de
vida y, por lo tanto, no tienen una esperanza para el futuro, por eso les da lo
mismo morir o matar.
Los cerca de
3 mil jóvenes asesinados en los últimos cuatro años, desde que repuntó la
violencia en la ciudad, constatan que la filosofía de “Juanón” es cierta y que
en tales condiciones, la mejor forma de pasarla es estando bien arriba,
intoxicados, porque el mundo que ven en sus sueños tóxicos es mejor que el
mundo real, donde son tratados como objetos o animales peligrosos.
Al salir del
Cereso e incorporarme de tiempo completo a la universidad como docente e
investigador, traté de entender y perfilar a los delincuentes que surgen de las
calles de esta ciudad y ofrecer un modelo de prevención general que permita
interrumpir la cadena de producción de mano de obra y soldados para el
sicariato, cuyos servicios se ofrecen a los cárteles o delincuentes anónimos
que pululan en la sociedad. Entre buscar lo anterior y desarrollar un método de
enseñanza del derecho, he pasado mi tiempo disponible estos últimos 20 años.
El camino de
la vida me regresó a fijar mi atención en las adicciones, pues me incorporé a
la mesa de análisis del narcomenudeo, de la Mesa de Seguridad de Juárez, y a la
Estrategia Nacional de Prevención de Adicciones (ENPA), lo que me obligó a
informarme sobre el estado de las políticas gubernamentales para atender a los
adictos y disminuir el número de los mismos.
La información
cuantitativa de la situación en Juárez es alarmante, los datos más comunes nos
dicen que hay cerca de 100 mil usuarios en la ciudad, de los cuales unos 20 mil
pueden clasificarse como adictos, es decir, personas a las cuales la necesidad
de la droga les impide ser funcionales en sociedad y en familia.
Cuando
escuchamos que la Secretaría de Salud, desde el régimen de Calderón, declaró
que el problema de adicciones es un problema de salud y no de persecución
criminal, nos llevó a una conclusión muy preocupante, que existan 100 mil
usuarios de droga, en una ciudad de un millón cuatrocientos mil habitantes,
usuarios que empiezan a consumir desde los 10 años y de los que 20 mil dependen
de conseguirla cada día, y a como dé lugar, para enfrentar su realidad,
representa una epidemia.
Una epidemia
a la que además se vinculan 80 de cada 100 homicidios que se cometen
mensualmente en la ciudad, directa o indirectamente (los otros 20 son por
diversas causas), a través del abuso del alcohol, el comercio y el trasiego de
drogas, o el uso de las mismas; en estos términos la epidemia más parece una
peste, que ha derivado en una tasa de homicidios de 68.5 por 100 mil habitantes
por año, superior por mucho al promedio nacional.
Esta
información nos lleva a un silogismo sencillo, si las adicciones a las drogas y
alcohol están vinculadas al 80 por ciento de los homicidios cometidos en la
ciudad, entonces la reducción de esta tasa de homicidios tiene que ver con la
reducción del número de adictos que reclaman el uso de las sustancias que les
permitan escapar de esta cruda realidad, y su necesario trasiego.
Con esta
idea en mente, y al lado del Magistrado Marco Tulio, que busca instituciones
para referir a 2 mil procesados liberados con la condición de que reciban tratamiento
para su adicción; del superdelegado federal; de Diana, del Fideicomiso para la
Competitividad y Seguridad Ciudadana (Ficosec); de Noé Terrazas, del Gobierno
federal, y de Dafne, del municipio, se realizó un censo de los centros de
atención de adicciones en Ciudad Juárez para empezar a planear una intervención
eficaz, con resultados efectivos.
En esta
búsqueda nos topamos con que el Estado mexicano, en sus niveles federal,
estatal y municipal, no tiene espacios de salud que brinden atención de primer
nivel a quienes enfrentan esta enfermedad. Me dejó atónito comprobar que,
frente a esta epidemia, no se han aplicado los protocolos mínimos para hacerle
frente a un ataque a la salud de este tamaño.
A contrapelo
de la irresponsabilidad gubernamental encontramos 24 centros de atención a
adictos impulsados y promovidos por iglesias y de fundaciones de personas de
buena fe y con recursos económicos disponibles, que han ido atendiendo a través
de diferentes métodos, y buenas y malas prácticas, el gran problema de las
adicciones en esta ciudad.
Pero más nos
sorprendió que las actividades gubernamentales en torno a dichos centros de
atención, llamados algunos de ellos de rehabilitación, son de fiscalización y
minimización, en lugar de apoyo; no buscamos culpables, porque serían todos los
funcionarios de, al menos, los últimos 30 años de Gobierno, más bien queremos
tener una idea del tamaño del reto que enfrentamos los integrantes de la ENPA
quienes, según el presidente, debemos dar resultados en el corto, mediano y
largo plazo.
Cumplir las
órdenes del Presidente de la República sólo se podrá lograr con una actitud
enormemente positiva, y de total colaboración y solidaridad, de todas las
instituciones, oficinas y personas implicadas; debemos ser proactivos y rápidos
en los trámites burocráticos, y en los esfuerzos de nuestros subordinados y de
nuestros colaboradores, para sacar adelante esta tarea.
México, otra
vez, es el país del surrealismo kafkiano; ubicamos a las adicciones como un
generador de violencia y homicidios, pero el Gobierno en sus tres niveles, en
lugar de hacer sinergia y apoyar los servicios de los centros, los ha
controlado, fiscalizado, descalificado y abandonado; al negarle su apoyo a los
únicos que se han atrevido a tratar de resolver el problema, genera malas
prácticas y malos tratamientos para la atención de estos enfermos.
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