Raymundo Riva Palacio.
El miedo entró en Los Pinos como la
humedad: gradualmente y sin que nadie se diera cuenta. Cuando vieron todo lo
que les había comido, la pesadilla de un eventual Armagedón se incorporó en sus
escenarios políticos. El presidente Enrique Peña Nieto, quien desde hace casi
un año ha mostrado a quienes hablan con él que su principal preocupación eran
las elecciones en el Estado de México, se ha topado con la realidad de una
posible derrota de su candidato al gobierno el próximo domingo y, de acuerdo
con personas con acceso cotidiano al inquilino de Los Pinos, está intratable.
Esto, explican, porque el malestar
creciente de Peña Nieto hace casi imposible tener una plática sin alteraciones
con él, menos aún discutir sobre algún tema difícil. Las tardes en Los Pinos se
han vuelto inexpugnables. Qué tantas cosas pasarán por su mente, sólo él, que de sí es muy
reservado sobre sus pensamientos políticos, podría decirlas. Qué tantas
explicaciones podrá darse a la situación de alto riesgo para que el PRI pierda
su último bastión electoral en el país, es tan imposible saberlas como difícil
que él admita que, quizá, se equivocó de principio a fin en la sucesión
mexiquense.
Comenzó,
como todas las cosas, por el principio. Alfredo del Mazo fue ungido candidato,
pese a los argumentos, principalmente del entonces ciudadano Luis Videgaray, de
que la candidata debía ser la senadora con licencia y secretaria de Educación
en el gobierno de Eruviel Ávila, Ana Lilia Herrera, por dos razones
fundamentales: no tenía la cercanía de Del Mazo y el lastre de ser la candidata
oficial sería menor, y porque podría decir cosas que su primo no, en materia,
por ejemplo, de deslindes. Peña Nieto desoyó a Videgaray. La candidatura no
prendió, y el hecho de que llegara al final de la campaña con números
increíblemente cerrados para la historia del PRI en el Estado de México, es
ominoso.
El segundo error fue minimizar la
candidatura de Delfina Gómez, a quien apoyó Andrés Manuel López Obrador porque no tenía a
nadie suyo para esa contienda, y le entregó la decisión al jefe de Morena en el
Estado de México, Higinio Martínez, mentor político de la candidata, respaldado
por Horacio Duarte, el abogado de Morena e incondicional del tabasqueño.
Desconocida fuera de su terruño en Texcoco, Delfina Gómez se convirtió en la
Cenicienta de la elección. Los priistas ni la volteaban a ver. Les preocupaba una
alianza entre el PAN y el PRD, que se encargaron de dinamitar desde el gobierno
federal, y luego pensaron que Josefina Vázquez Mota, la candidata del PAN, era
la contendiente a derrotar, pese a que su único precedente en campaña, en 2012,
les había enseñado todas sus limitaciones competitivas.
Gómez, hija de un albañil que se
formó como maestra, tenía la misma narrativa de vida que hizo al gobernador
Ávila un político altamente exitoso, pero descuidaron el paralelismo. Los estrategas de Gómez decidieron
atacar al electorado en esos enormes huecos que dejó el PRI, con un discurso de
únicamente tres ideas –la cuna humilde, la que enfrenta al monstruo tricolor, y
la única que podía sacarlo del poder–, y un programa de movilidad –el gran
problema en las concentraciones de alto voto– que difundieron, de manera
inteligente, en el Metro y el sistema de transporte público. Cuando
despertaron, parafraseando el micropoema de Tito Monterroso, Gómez estaba
frente a ellos.
Las
estrategias de dispersión del voto que buscaban los priistas se colapsaron.
Vázquez Mota, como en la elección presidencial de 2012, se estancó; al
perredista Juan Zepeda, la mejor campaña de todas, le habrían faltado varias
semanas para estar en niveles de competencia –si le hacemos caso a las
encuestas–; y la de Del Mazo no emocionó. Junto con ello, la preocupación del
presidente para que salieran bien las cosas, multiplicó los equipos de trabajo
en torno al candidato, que provocaron una multiplicidad de fuentes de toma de
decisión y, por consiguiente, un caos. En la campaña del priista hubo cinco
cuartos de guerra que no se comunicaban y, en ocasiones, se contrapunteaban.
Todos
giraban en torno a los deseos del presidente, quien designó a Rosario Robles,
secretaria de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, como su enlace, aunque
también tenían injerencia en las decisiones los secretarios de Gobernación,
Miguel Ángel Osorio Chong, y de Educación, Aurelio Nuño, por donde se canalizó
la masiva ayuda a Del Mazo vestida de programas sociales. Otro de los equipos
en conflicto lo manejó el jefe de la campaña, Ernesto Nemer, y uno más lo
articuló el secretario de Desarrollo Social, Luis Enrique Miranda, para asuntos
especiales –con alcaldes– con instrucciones presidenciales directas. Del Mazo
también tenía a dos grupo de estrategas, uno de profesionales y otro de
familiares, que a veces coincidían y a veces no. Demasiadas manos que
trabajaron contra la propia campaña.
La forma
como Del Mazo ya no pudo mantener ventaja sobre Gómez desde hace casi un mes,
comenzó a cambiar los ánimos en Los Pinos, y el miedo a una derrota y las
consecuencias que ello pudiera traer política y judicialmente para el
presidente y su primer entorno mexiquense, ha colocado el ánimo en Los Pinos en
el punto más bajo del sexenio, con el mal humor del presidente como muchos de
sus colaboradores nunca habían visto. No se sabe qué sucederá finalmente el
domingo, pero la incertidumbre no ha dejado de apretar el alma en la casa
presidencial.
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