Raymundo
Riva Palacio.
El 16 de
diciembre de 2014, dos grupos antagónicos que crecieron y fueron armados por el
gobierno federal –denominados de autodefensa civil– para aniquilar al cártel de
Los Caballeros Templarios, se enfrentaron durante más de dos horas en La Ruana,
en el municipio de Buenavista Tomatlán, en Michoacán, y murieron 11 personas.
Los líderes de los grupos confrontados, Hipólito Mora y Luis Antonio Torres, El
Americano, pusieron a miembros de la Gendarmería en el centro del conflicto.
Torres dijo que los federales iniciaron el ataque; Mora los defendió. Esa discusión ocultó la mecánica de los
hechos, que es exactamente la misma que se aplicó tres meses antes en Iguala,
la noche en que desaparecieron 43 normalistas de Ayotzinapa.
Esos dos grupos se disputaban el
control del territorio en La Ruana, donde de manera salomónica, el gobierno
federal dividió el municipio entre Mora, que había depuesto las armas y
reconvertido en fuerza civil, y Torres, que no sólo se negó a entregarlas, sino
que su capacidad de fuego le permitía el desafío. La solución era artificial y frágil,
como se demostró aquél día. Cuando estaban
a punto de iniciar el enfrentamiento, los gendarmes, una rama de la Policía
Federal, llegó a La Ruana y se interpuso entre los dos grupos. Su instrucción
–no se sabe quién la dio–, fue que se retiraran. Los federales establecieron un
cinturón de seguridad alrededor de la zona, donde se permitió que se agarraran
a balazos, para que no entrara ni saliera nadie. Un segundo cinturón sanitario
fue establecido por un contingente de soldados enviado a la zona. Una vez que
terminó la balacera, los federales limpiaron el campo de batalla.
Tres meses
antes en Iguala, sucedió algo similar. Decenas de normalistas que habían
llegado a Iguala para botear y obtener recursos para movilizarse a la Ciudad de
México para participar en la marcha del 2 de octubre, fueron agredidos por
policías municipales de Iguala y 43 de ellos fueron detenidos. Los municipales
se los entregaron a asesinos del cártel Guerreros Unidos, que los privaron de
su libertad, y cuya suerte –salvo uno cuyos restos, de acuerdo con pruebas de
ADN, estaban entre las cenizas de personas incineradas en el basurero de
Cocula– se desconoce. La Policía Federal
no tenía suficiente presencia en la zona para hacer lo que hizo en La Ruana,
pero el perímetro de seguridad, para que nadie entrara y saliera de Iguala,
corrió a cargo del Ejército, cuyo 27 Batallón de Infantería tiene su base en
Iguala.
De acuerdo con testimonios en la
prensa de Guerrero los días siguientes a la desaparición, soldados del Batallón
sellaron los accesos de Iguala mientras se reprimía a los normalistas la noche
del 26 de septiembre, e impidieron la atención médica de los heridos. El
responsable del Batallón, el coronel José Rodríguez Pérez, fue transferido poco
después, sin saberse si declaró ante las autoridades sobre esa noche. El coronel
Rodríguez Pérez fue señalado por normalistas sobrevivientes de haberlos
fotografiado y golpeado el 26 de septiembre en el interior de la clínica donde
fueron a refugiarse y a atender a los heridos, lo que impidió.
Otro
militar, el jefe de la 35ª Zona Militar,
general Alejandro Saavedra Hernández, superior jerárquico del coronel Rodríguez
Pérez, tampoco hizo nada cuando le informó el entonces gobernador Ángel Heladio
Aguirre lo que estaba sucediendo en Iguala. El general Saavedra Hernández fue
removido dos años después en medio de una de las peores crisis de seguridad en
la historia de Guerrero, pero cayó para arriba. Primero fue nombrado Inspector
y Contralor de la Secretaría de la Defensa, y desde diciembre pasado es jefe
del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas.
Aquella noche del ataque llegaron a
Iguala el entonces fiscal de Guerrero, Iñaki Blanco, y una decena de sus
colaboradores. Mientras Blanco iniciaba las investigaciones y desarmaba a una
veintena de policías municipales para revisar sus armas y determinar su
responsabilidad en los hechos, su segundo fue a los puntos donde se atacó a los
estudiantes para buscar a normalistas. En uno de ellos encontraron a
estudiantes escondidos en tiendas, casas y entre la maleza, que habían indicado
dónde estaban por teléfono celular a compañeros y maestros que acompañaban a
los miembros de la Fiscalía.
Cuando los detuvieron en un retén
para pedirles identificación, el militar encargado de la escena del crimen les
dijo: “A qué vienen a rescatar, a estos rijosos que parecen más delincuentes
que estudiantes”. Los militares tenían animadversión contra los normalistas.
Cuando Blanco pidió al coronel Rodríguez Pérez que le permitiera llevar al 27
Batallón a los policías detenidos –que querían rescatar los transportistas,
manejados por Guerreros Unidos–, le negó el acceso. Cuando pidió respaldo a la
Policía Federal, también se lo negaron. Los federales no hicieron nada ni en
Iguala ni en los municipios colindantes.
El Ejército selló Iguala mientras se
cometía el crimen.
Como en La Ruana, su trabajo fue la
seguridad perimetral. Nadie salía ni entraba de Iguala, salvo los sicarios de
Guerreros Unidos, que se movieron con los normalistas privados de su libertad
sin que nadie se los impidiera. El papel del 27 Batallón de Infantería sigue
siendo un misterio sin aclarar. También, por qué
nunca se investigaron las denuncias que existían por vinculaciones con el
narcotráfico, que se presentaron en una reunión del Grupo de Coordinación de Guerrero
meses atrás. No se castigó a los militares responsables. Incluso, según
reportes periodísticos, el general Hernández Saavedra es uno de los candidatos
a secretario de la Defensa en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Faltaba más.
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