Raymundo
Riva Palacio.
Una vez más,
el presidente Donald Trump puso de cabeza al gobierno mexicano. Una declaración
a un comentarista ultraconservador, su amigo Bill O’Reilly, donde afirmó que
designaría como “terroristas” a los cárteles de la droga, metió al presidente
Andrés Manuel López Obrador y al secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo
Ebrard, en un torbellino. Fue un golpe por debajo de la línea de flotación de
un gobierno con el cual dice López Obrador mantiene una extraordinaria
relación, que es auto infringido. Hace más de un año está esa discusión en
Estados Unidos –que ignoraron hasta ahora–, y que está en línea con la crítica
permanente de Trump, que lo que está haciendo el gobierno para controlar la
violencia de los cárteles, no sirve para nada.
La
declaración de Trump es reciclada. El pasado 12 de marzo, Trump concedió una
entrevista a los editores de Breitbart News, en medio de la crisis de migración
con México, donde reveló que su gobierno estaba pensando “seriamente” en
designar a los cárteles mexicanos como “terroristas”. En la entrevista con
O’Reilly, inmersa en el contexto del juicio político al que quieren someterlo
en el Capitolio en vísperas de iniciar la campaña presidencial, Trump dijo que
llevaba tres meses analizando esa reclasificación. No obstante, diplomáticos
consultados en Washington dijeron que ni la Casa Blanca ni el Departamento de
Estado estaban enterados de lo que planteó el presidente. Es decir, como muchas
cosas que hace, fue una posición no analizada, revisada o planificada.
Sin embargo,
por espontánea que sea la declaración, el gobierno mexicano no puede
minimizarla. Si su reacción inicial fue confusa –como el comunicado de la
Secretaría de Relaciones Exteriores el martes–, o principista –como la de López
Obrador y Ebrard–, tiene que ubicarse en las circunstancias que vive Trump para
atajar sus amenazas. Como en el caso de la imposición de nuevos aranceles en
mayo, pese a que en aquella ocasión la respuesta mexicana fue de pánico al
acceder a sus pretensiones sin revisar lo que habían hechos gobiernos anteriores
ante situaciones similares, se tiene que visibilizar el problema, elevando los
costos políticos que una decisión de esa naturaleza conllevaría.
La
Cancillería mexicana sabe los antecedentes y las conclusiones sobre esta
propuesta, discutida desde el año pasado en Washington, donde después de
analizar una vez más –el gobierno de Barack Obama se lo propuso a los
presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto– la reclasificación de los
cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación, que al considerarlos el
Departamento de Justicia como dos de las principales amenazas para la seguridad
nacional de Estados Unidos cumplen con la tipología, fue desechada. Esto le
sirve para sus argumentaciones privadas con la diplomacia estadounidense, pero
públicamente tiene que desarrollar una estrategia pública.
Si Trump
tiene el respaldo político o diplomático para hacer la reclasificación –se
requiere el dictamen del Departamento de Estado, del de Justicia y del Tesoro–
en este momento es irrelevante. El proceso, después del primer análisis
jurídico y financiero que se tiene que hacer, demora únicamente siete días, y
aun si no lo tuviera, el gobierno de Estados Unidos tiene enormes recursos
políticos para llevar a cabo los objetivos que busca. En 1990, mercenarios contratados
por la DEA, secuestraron al doctor Humberto Álvarez Machaín de su consultorio
en Guadalajara, y se lo entregaron a la DEA en El Paso, para que lo juzgaran
como cómplice en el asesinato de su agente, Enrique Camarena Salazar, en 1995.
El gobierno mexicano, confrontado con Estados Unidos, ni se enteró. Tres años
después, la Suprema Corte de Justicia de esa nación, dictaminó que las leyes de
su país tenían extraterritorialidad. El Acta Patriota de 2001, tras los
atentados terroristas en 2001, otorgó facultades excepcionales al Ejecutivo
estadounidense, como nunca las habían tenido, incluso en tiempos de guerra.
La
definición clásica de terrorismo es el uso de violencia e intimidación,
principalmente contra civiles, con fines políticos. La definición que tiene el
Departamento de Estado es más general: es toda organización que amenaza a los
ciudadanos de Estados Unidos o atenta contra la seguridad nacional de ese país.
Bajo esta definición, los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación,
serían terroristas. Además, el Cártel de Sinaloa –cuando el CJNG aún no se
escindía de él–, tenía relación con las FARC, la narco-guerrilla colombiana que
fue designada como “terrorista”. Las dos organizaciones criminales tienen
características asociadas con el terrorismo, como el control total de ciertas
zonas del país –que lleva a un Estado fallido–, utilizan tácticas terroristas y
tienen redes clandestinas utilizadas también por terroristas.
Por ello, en
el contexto político actual en el que se encuentra Trump, se tiene que actuar
rápidamente. El gobierno debe tratar el petate del muerto de Trump como una
amenaza real, para lograr que sea eso, un lance que no lo llevará a ningún
lado. Política y diplomáticamente, debe proceder con celeridad en los campos
público y privado para evitar, por un lado, que se contamine la difícil
discusión para la ratificación del acuerdo comercial norteamericano, y por el
otro, para acotar a un presidente que está herido, por el juicio político.
No hay nada
más peligroso a una persona que lucha por su sobrevivencia, que aquella que,
además, actúa con aparente irracionalidad y sin importarle el daño colateral
que puede hacer a cualquiera, con tal de alcanzar sus metas. Trump quiere
reelegirse presidente, y el tema del narcotráfico le ha sido electoralmente
útil. En este tema, México ha sido su piñata, y si no se le frena, lo será
durante todo el próximo año, afectando imagen, inversiones, la economía y la
estabilidad. Eso no se puede permitir. Tampoco, la pusilanimidad que han tenido
hasta ahora.
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