Salvador Camarena.
Como a
muchos periodistas, me han corrido de más de un par de empresas de
comunicación. Eso es lo normal.
En una de
ellas llevaba ocho años trabajando y ya era subdirector. Un día alguien
(gracias Daniel Moreno) me hizo una cita con Ramón Alberto Garza para que
escuchara una oferta laboral. Garza y Moreno, junto con Dante Parma y otros
grandes colegas, estaban a punto de desembarcar en El Universal. Era el año
2002.
Avisé en el
diario que Ramón quería invitarme un café. Me autorizaron a ir. Fui. Escuché.
Decliné. Avisé en mi empleo que la oferta no me resultaba atractiva. Me dijeron
que qué bueno. Pero unos días después me dijeron que mejor ya me fuera. Que me
habían perdido la confianza, que no era bien visto el escuchar ofertas de otros
medios.
Lo mejor
vino cuando me hicieron la propuesta de liquidación. Me darían la misma en
abonos y sólo a condición de que firmara un compromiso de que renunciaba a
trabajar en otro medio. Por un segundo mi ego se infló: “Yo, la amenaza”. El de
RRHH dijo que si no aceptaba me darían sólo el tercio del monto. De nuevo mi
ego al cielo: “Yo, la megaamenaza”. No les hago el cuento largo: el recadero me
amenazó diciendo que por haber ido a esa cita –de la que tuvieron conocimiento,
reitero–, incluso estaban pensando en demandarme por espionaje industrial. Al
final, y luego de amagos de pleito legal, pagaron lo de ley y los jefes del
peón dijeron que el peón al que habían enviado con sus indecentes propuestas se
había confundido. Sí, ajá.
En otra
ocasión de despido todo fue más breve y más burdo. Te corresponde el
equivalente a tres días de salario de liquidación, me dijeron. Mi ego se
indignó y yo me reí. Denme lo que dice la ley, repuse. No sabes con quién te
estás metiendo, me dijeron. Néstor de Buen (q.e.p.d.) los va a buscar, les
dije. Si te ofrecen dos meses de liquidación, agárralos, me dijo don Néstor.
Los agarré.
Les cuento
esto en primera persona porque no me atreví a contarles otra cosa.
Tengo en mis
manos parte de los expedientes de dos grandes periodistas y mejores personas
que, desde hace siete años uno, y más de dos años otro, pelean en tribunales
mexicanos que las empresas periodísticas en las que estuvieron trabajando los
liquiden conforme a la ley.
Esas
empresas, que no reconocen los derechos de esos dos entrañables amigos,
firmaron la semana pasada un desplegado para decir “Basta ya” de violencia
contra la prensa.
No quise
decir los nombres de mis amigos ni los de sus ex empleadores, porque en una de
esas hago aún más ardua para esos periodistas la desigual batalla que libran
contra empresas que incluso dicen en los juzgados que ni conocen a quienes en
su momento fueron sus trabajadores. Literal.
Si en el
marco del duelo por el cobarde asesinato de Javier Valdez las empresas
periodísticas no se comprometen a revisar las condiciones laborales de los
periodistas, todo será una perversa simulación.
Por cierto,
el día que me corrieron por primera vez, a mi casa llegó a la medianoche, tras
cerrar la edición del diario que dirigía hasta esta semana, René Delgado. Se
tomó dos tragos largos de tequila y durante un par de horas contó anécdotas
(René tiene más anécdotas que barbas, y es barbón a madres). Al final me dio un
abrazo que hoy le devuelvo con agradecimiento y respeto renovados. Salud, René,
por lo que viene.
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