Dolia Estévez.
George W. Bush recibió en la Casa Blanca
a Eugenio Hernández Flores poco después de que el hoy detenido político priista
se coludiera con el Cartel del Golfo. La reunión, en la que paradójicamente
discutieron la lucha contra el narcotráfico, se celebró el 25 de febrero de
2008. Según consta en la acusación penal girada por el distrito sur de Texas
contra Hernández, el ex Gobernador de Tamaulipas y Óscar Gómez Guerra, su
cuñado y coacusado, empezaron a lavar dinero y a realizar transacciones
financieras ilícitas multimillonarias a partir del 1ro de enero de 2008, es
decir, casi dos meses antes del encuentro con el presidente.
¿Sabía Bush que abrió las puertas de
la emblemática Oficina Oval a un narco Gobernador? Difícil saberlo a ciencia
cierta. Si bien las agencias de inteligencia recopilan cerros de información
relevante a México y a la liga de sus políticos con el narco, funcionarios
estadounidenses sostienen que mucha de esa información es paja proveniente de
fuentes poco confiables por lo que no siempre llega a los escritorios de los grandes
tomadores de decisiones.
Las fuentes argumentan que hay dos
tipos de gobernadores. Los que rebasados por el poder del narco permiten a los
carteles operar a cambio de que no desaten violencia, y aquellos que aceptan,
como Hernández, sobornos por permitirles operar libremente. En todo caso,
señalan, ambos tipos de corrupción son difíciles de probar.
Cuando se
realizó el encuentro con Bush, el Departamento de Justicia ya tenía a Hernández
bajo la mira. Eso, sin embargo, no
impidió que el cuestionado personaje visitara la Casa Blanca. Después de todo,
Hernández era el Gobernador de Tamaulipas, frontera con Texas donde sus
políticos creen entender a México. No sólo eso. Hernández era el sucesor de
Tomás Yarrington, a quien Bush consideraba, “no solo mi amigo sino mi
compadre”. Cuando en 2001 ascendió a la presidencia, en la tribuna de invitados
especiales estaba sentado Yarrington, “estrella ascendiente en la política
mexicana”, según dijo entonces el mandatario.
Yarrington fue acusado penalmente en
Texas en 2013 por los mismos delitos que Hernández: lavado de dinero procedente
de sobornos del Cartel del Golfo y de los Zatas. En abril fue detenido en
Italia. Estados Unidos ha pedido su extradición.
Hernández y Yarrington también fueron
arropados por los gobernadores fronterizos tanto republicanos como demócratas.
En los años en que estaban en la nómina de los carteles, Hernández y Yarrington
convivían periódicamente con sus contrapartes en el marco de las conferencias
anuales de gobernadores fronterizos. Uno de esos gobernadores fue la demócrata
Janet Napolitano, de Arizona. Cuando la entrevisté en 2012, la entonces
Secretaria de Seguridad Interna de Barack Obama tenía en su oficina una
fotografía de ella con Yarrington montados a caballo. Ignoro si la sigue
presumiendo en su actual despacho de la rectoría de la Universidad de
California.
No fue hasta la presidencia demócrata
de Obama que finalmente las sospechas contra Hernández y Yarrington se concretaran
en encauzamientos criminales. En Estados Unidos, desarrollar casos penales con
pruebas y testigos confiables toma tiempo más aun cuando no hay urgencia o
voluntad política como parece haber sido el caso con el gobierno de Bush. Según diplomáticos estadounidenses, la tarea se complica más si sumamos la
consabida mezquindad de los políticos mexicanos, sobre todo priistas, de
intentar usar a las agencias de procuración de justicia estadounidenses para
desprestigiar a adversarios.
Uno de esos intentos tuvo que ver con
Ricardo Monreal. Cinco días antes de las elecciones de 1998 en las que el
entonces perredista ganó la gubernatura de Zacatecas, viajaron a Washington
operadores del PRI con la misión de decirle al Departamento de Estado que
Monreal era un delincuente vinculado al narco. La grave acusación no encontró oídos
receptivos pues, como me dijo un diplomático de entonces, “nos resistimos a caer en la trampa”. El PRI buscaba que Washington
filtrara la información a la prensa y el escándalo enterrara la candidatura de
Monreal. Monreal ganó y Washington no volvió a escuchar acusaciones en su
contra.
Con todo, en
los 71 años en los que el PRI monopolizó la presidencia, Estados Unidos volteó
para otro lado en temas de corrupción con tal de no desestabilizar a los
obsequiosos gobiernos priistas. Documentos
desclasificados revelan que durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari se
gestó un contubernio entre México y Washington para restar importancia al
combate al narcotráfico y garantizar así la permanencia del PRI en el poder.
Uno de los casos más sonados fue Raúl Salinas de Gortari cuyos presuntos
vínculos con el narcotráfico eran un secreto a voces al interior de la agencia
antinarcóticos DEA.
En 1998, ya
fuera de la presidencia, Bush padre me
dijo que “jamás tuvo información que insinuara, ni siquiera levemente, que el
presidente Salinas fuera otra cosa que [un hombre] totalmente honesto”, por lo
que se declaró “desilusionado” ante los alegatos contra el clan. Difícil creer
que el patriarca de la poderosa dinastía política republicana, quien además fue
director de la CIA, ignorara la podredumbre de los Salinas.
De ser extraditados, Hernández y
Yarrington serían parte del exclusivo club de narco gobernadores que han
enfrentado la justicia estadounidense. Hasta ahora, el único miembro de ese
club es Mario Villanueva, de Quinta Roo.
Pese a los
pretextos que esgrimen los diplomáticos, la
pregunta obligada es: ¿Por qué las numerosas sospechas de corrupción contra
políticos mexicanos no han aterrizado en acusaciones penales? Es un hecho que
cada vez más usan a la banca y al sector inmobiliario de Estados Unidos para
lavar miles de millones de dólares procedentes del narco y del robo de fondos
públicos, pandemia que ha contagiado a los tres niveles del gobierno mexicano.
Pero no pasa nada. La relación entre las élites políticas de los dos países no
es un matrimonio por conveniencia sino un amasiato de impunidad.
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