Salvador Camarena.
En un sexenio marcado por la
corrupción (nadie dice que este gobierno sea más corrupto que otros, o que sólo
en esta administración haya habido escándalos de esa índole, pero de que ha
estado caracterizado por ella, que ni qué), la Secretaría de la Función Pública
estuvo trece meses con un encargado de despacho al arranque del sexenio.
Luego llegó
a esa posición Virgilio Andrade, hoy banquero de la reconstrucción, y tras su
polémico paso por la SFP, ésta de nueva cuenta quedó a cargo de un
subsecretario. En esa ocasión fue por cuatro meses, hasta la llegada hace justo
un año de Arely Gómez a esa dependencia.
En un sexenio marcado por la
impunidad (nadie dice que en este gobierno haya más impunidad que en otros, o
que sólo en esta administración haya habido escándalos de esa índole, pero de
que ha estado caracterizado por ella, que ni qué), la Procuraduría General de
la República lleva tres titulares y está acéfala hace dos semanas.
Para unos, lo que ocurre en la PGR es
una más de las evidencias de que el sistema dio de sí. Pero el peñismo corre en
otros tiempos, y en otro espacio.
En este sexenio el presidente no
parece urgido por contar con un abogado a mano a quién consultar. De hecho, no
parece incómodo con un entorno que se hace más reducido, en forma o fondo.
El peñismo es sui géneris: puede
renunciar el consejero de la presidencia a quien tanto encargó, se puede quedar
sin procurador, cambiar (minimizar) el perfil de la oficina de la Presidencia,
y el titular del Ejecutivo como si nada.
A Felipe
Calderón se le criticó (justificadamente) porque no supo tener más
colaboradores que un puñado de (entonces) correligionarios que se decían sus
amigos. Sendas tragedias le quitaron al expresidente a un par de cercanos a
quienes había destinado, ni más ni menos, el principal despacho de la
gobernabilidad. Otros escándalos, mayores y menores, fueron dejando al
calderonismo corto de recursos, incapaz como se mostró de convocar nuevo
talento, no cabían colaboradores que no fueran de la matriz blanquiazul
felipista.
A Enrique Peña Nieto se le puede
hacer una crítica similar. A punto de iniciar sus últimos trece meses de
gestión nadie esperaría que el presidente cambie de estilo.
El
mexiquense tiene en Luis Videgaray a un consejero y un leal colaborador. En
Aurelio Nuño al máximo custodio de la fe peñista y un operador eficaz. Miguel
Ángel Osorio resiste el desgaste en Gobernación sin chistar ante el coro que
dice que no será él quien obtenga la recompensa en el juego de la sucesión.
Esos tres pilares del peñismo no han cambiado. Caso aparte, por supuesto, es
José Antonio Meade, la revelación en el gabinete peñista. Y luego viene la
caballería: Rosario, Narro, Navarrete, Coldwell, Ruiz Esparza, Guajardo, Arely,
Pacchiano. Finalmente, su amigo: Luis Miranda, secretario a fuerza de
compadrazgo. Se fueron Chuayffet, Murillo, Cervantes, Castillejos…
El peñismo es una fuerza menguante en
cuanto a administración pública. No sólo por la fase terminal del sexenio, sino
porque no hubo renovación ni refresco de cuadros.
Con la parsimonia con que los
mexiquenses se toman las cosas, el riesgo es que la realidad no apegue al guion
del presidente.
Los escándalos por la corrupción, los
saldos de la impunidad, no son ruido en las redes sociales como dijo la
secretaria de la Función Pública. Son realidades que de
tanto en tanto se vuelven crisis. Para lidiar con ellas, lo mejor sería tener
un gobierno a tono, completo y con una visibilidad que produzca algo de
confianza. No una administración minimalista.
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