martes, 31 de octubre de 2017

El gobierno minimalista.

Salvador Camarena.

En un sexenio marcado por la corrupción (nadie dice que este gobierno sea más corrupto que otros, o que sólo en esta administración haya habido escándalos de esa índole, pero de que ha estado caracterizado por ella, que ni qué), la Secretaría de la Función Pública estuvo trece meses con un encargado de despacho al arranque del sexenio.

Luego llegó a esa posición Virgilio Andrade, hoy banquero de la reconstrucción, y tras su polémico paso por la SFP, ésta de nueva cuenta quedó a cargo de un subsecretario. En esa ocasión fue por cuatro meses, hasta la llegada hace justo un año de Arely Gómez a esa dependencia.

En un sexenio marcado por la impunidad (nadie dice que en este gobierno haya más impunidad que en otros, o que sólo en esta administración haya habido escándalos de esa índole, pero de que ha estado caracterizado por ella, que ni qué), la Procuraduría General de la República lleva tres titulares y está acéfala hace dos semanas.

Para unos, lo que ocurre en la PGR es una más de las evidencias de que el sistema dio de sí. Pero el peñismo corre en otros tiempos, y en otro espacio.

En este sexenio el presidente no parece urgido por contar con un abogado a mano a quién consultar. De hecho, no parece incómodo con un entorno que se hace más reducido, en forma o fondo.

El peñismo es sui géneris: puede renunciar el consejero de la presidencia a quien tanto encargó, se puede quedar sin procurador, cambiar (minimizar) el perfil de la oficina de la Presidencia, y el titular del Ejecutivo como si nada.

A Felipe Calderón se le criticó (justificadamente) porque no supo tener más colaboradores que un puñado de (entonces) correligionarios que se decían sus amigos. Sendas tragedias le quitaron al expresidente a un par de cercanos a quienes había destinado, ni más ni menos, el principal despacho de la gobernabilidad. Otros escándalos, mayores y menores, fueron dejando al calderonismo corto de recursos, incapaz como se mostró de convocar nuevo talento, no cabían colaboradores que no fueran de la matriz blanquiazul felipista.

A Enrique Peña Nieto se le puede hacer una crítica similar. A punto de iniciar sus últimos trece meses de gestión nadie esperaría que el presidente cambie de estilo.

El mexiquense tiene en Luis Videgaray a un consejero y un leal colaborador. En Aurelio Nuño al máximo custodio de la fe peñista y un operador eficaz. Miguel Ángel Osorio resiste el desgaste en Gobernación sin chistar ante el coro que dice que no será él quien obtenga la recompensa en el juego de la sucesión. Esos tres pilares del peñismo no han cambiado. Caso aparte, por supuesto, es José Antonio Meade, la revelación en el gabinete peñista. Y luego viene la caballería: Rosario, Narro, Navarrete, Coldwell, Ruiz Esparza, Guajardo, Arely, Pacchiano. Finalmente, su amigo: Luis Miranda, secretario a fuerza de compadrazgo. Se fueron Chuayffet, Murillo, Cervantes, Castillejos…

El peñismo es una fuerza menguante en cuanto a administración pública. No sólo por la fase terminal del sexenio, sino porque no hubo renovación ni refresco de cuadros.

Con la parsimonia con que los mexiquenses se toman las cosas, el riesgo es que la realidad no apegue al guion del presidente.


Los escándalos por la corrupción, los saldos de la impunidad, no son ruido en las redes sociales como dijo la secretaria de la Función Pública. Son realidades que de tanto en tanto se vuelven crisis. Para lidiar con ellas, lo mejor sería tener un gobierno a tono, completo y con una visibilidad que produzca algo de confianza. No una administración minimalista.

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