Raymundo Riva Palacio.
El sistema
democrático, definitivamente, no es lo nuestro. Lo vemos claramente a través
del pulso que miden las redes sociales y su expresión grandilocuente en los
medios y las instituciones. Funciona muy bien en el discurso y en la retórica,
pero es anulado constantemente con nuestros dichos y actos. En la última semana
se han dado ejemplos claros en el tipo de debate que se suscitó sobre la
remoción de fiscal electoral y la acción del gobierno español contra la
autoridad secesionista catalana. En ambos casos no es el Estado de derecho lo
que es supremo, sino que los resultados se acomoden a nuestras creencias. Sin leyes no hay normas, sin normas hay
desorden y domina la ley del más fuerte. Paradójicamente, de esta confusión se
fortalecen los regímenes autoritarios que se quieren anular. En estas nos
encontramos: pensamos que caminamos hacia adelante y realmente vamos para
atrás. Retrocedemos a un estado primario. Veamos:
1.- Santiago
Nieto, el fiscal electoral, fue removido por violar la ley al hablar sobre una
investigación en curso que daña el debido proceso. Políticos de oposición reconocieron que estaba bien que violara la ley
porque la información era de interés público, que tuvo eco en las redes
sociales donde defendieron su derecho a expresarse. El tratamiento fue el que
podría tener un ciudadano cualquiera, que no lo era Nieto. Difundir detalles de
una investigación no fortalecía el proceso, lo anulaban. Quien lo defendió
avaló la impunidad de sus investigados, pero reclamaba lo contrario.
2.- Carles
Puigdemont, el presidente del gobierno catalán, llevó a cabo un referéndum
sobre la independencia de Cataluña. Como rompía el acuerdo constitucional, los tribunales españoles dijeron que esa
consulta era ilegal. Puigdemont desafió a los tribunales y tras obtener el
apoyo de tres de cada 10 catalanes, proclamó la independencia y desató una
crisis política. Violar la ley no era importante. Las redes sociales mexicanas
se ubicaron mayoritariamente por la secesión de Cataluña, calificando de
retrógradas y autoritarios a quienes decidieron respaldar el precepto legal,
acusando de ilegal una acción que se ajustaba a la ley.
En ambos casos, el poder actuó con
fuerza, aunque no en los mejores términos que pudo haberlo hecho.
A Nieto lo sancionaron por un delito
que había cometido reiteradamente durante año y medio, lo que alimentó la
percepción de que no fue la ley, sino un ajuste de cuentas con un fiscal que
consideraban en el gobierno que se inclinaba a la izquierda. En España, el presidente Mariano
Rajoy, al fracasar en las negociaciones para impedir un referéndum ilegal,
suplió la política con la fuerza, reprimiendo a miles de inconformes.
La aplicación de la ley fue
desvirtuada por la torpeza política de las acciones de gobierno, pero este no
fue un matiz considerado por políticos o mexicanos en las redes sociales. La
alternativa a que si las leyes están mal hay que cambiarlas, fue superada por
qué molestarse en cambiarlas si es más fácil ignorarlas. Las leyes no existen cuando no se ajustan a
lo que pensamos y creemos. Lo que
predomina son las ideologizaciones y las posiciones cómodas y frívolas, ante la
pereza de quien piensa diferente. ¿Debería sorprendernos? En absoluto.
De acuerdo
con el último estudio de Latinobarómetro, la organización sin fines de lucro
con sede en Chile, en todo América Latina se acentuó el declive de la
democracia durante 2017, con una baja sistemática en el apoyo y satisfacción de
ese modelo. La mayor pérdida lo registró
México, que perdió 10 puntos porcentuales entre 2016 y 2017, donde sólo 3.8 de
cada 10 mexicanos creen en la democracia, y 1.8 de cada 10 está satisfecho con
ella. Los datos sobre los mexicanos se encuentran entre los de mayor
pesimismo. El 90 por ciento piensa que
México está gobernado por unos cuantos grupos que sólo ven por su beneficio.
¿Que nos
están diciendo las mediciones y las reacciones? Que lo nuestro no es la
democracia, que tuvo su repunte durante los tiempos que era moda. El estudio de
Latinobarómetro lo prueba. En 2005, en pleno choque entre el gobierno de
Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador, entonces jefe de Gobierno de la
Ciudad de México, 59 por ciento de los mexicanos respaldaban el sistema
democrático. Para 2017, el respaldo sólo lo daba 38 por ciento, con una
dramática pérdida de 10 puntos en sólo un año. Junto con ese desplome se
encuentran también la caída en nuestros valores. Buenos los mexicanos son de
dientes para afuera, cuando afirman que la corrupción es el tercer problema más
grande del país, pero cuando se les pregunta si sienten obligación de denunciar
un caso de corrupción cuando son testigos, el 88 por ciento dice que no es su
problema.
Somos autoritarios y no tenemos
interés alguno de construir un nuevo sistema de organización social. Efecto
colateral es nuestra intolerancia frente a quien piensa distintos a nosotros,
cargada de manera creciente por el fenómeno de las redes sociales, de rencores
y odios. La nuestra es una sociedad que puja por la anomia, (Estado de desorganización social o aislamiento del individuo como
consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales) sin darse
cuenta de que se está suicidando. Esto es muy grave, la regresión por
ignorancia, arrastrados por una enorme inteligencia emocional que desplaza a la
razón. En vísperas de un proceso electoral como el que viene en 2018, no habría
qué sorprenderse si, como perfilan ahora, los contendientes son dos proyectos
de nación encabezados por culturas autoritarias. Tendremos, entonces, el
gobierno que nos merecemos, aunque digamos lo contrario. Felicidades. Vamos
firmes, pero para atrás.
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