Por Tony
Payan* y Guadalupe Correa-Cabrera
La historia
propiamente no es buena ni mala. Es sencillamente eso, historia. Sin embargo, y
precisamente por su importancia para explicar, legitimar y justificar el
presente, así como para trazar la ruta del futuro, su contenido se encuentra
muy a menudo sujeto a contiendas, a veces intestinas, centradas en su
interpretación y reinterpretación. En estos periodos de controversia por la
definición y establecimiento de la historia oficial, diferentes actores buscan
desesperadamente narrar los hechos como más conviene a sus propósitos. Con base
en esto, siempre es pertinente, al interactuar con la historia y quienes la
relatan, preguntarse lo siguiente: ¿quién la cuenta? ¿para qué propósito la
cuenta? ¿qué incluye? y ¿qué deja fuera?
Estas
preguntas son particularmente importantes cuando se trata de eventos o
personajes trágicos, polarizadores o controvertidos. En tales casos, la lucha
por la definición de la historia es todavía más reveladora de los intereses de
quienes entran en pugna por definirla. Todo mundo se adelanta apresuradamente a
idealizar o a satanizar; a redimir o a condenar; a elevar en las gradas de la
historia o a desechar al “basurero” de esta. El campo de batalla lo constituyen
los periodistas, los partidarios, los comentócratas, los políticos, etcétera.
Los académicos, sin embargo, no podemos, o más bien, no debemos darnos ese
lujo. A nosotros nos corresponde agregar sutileza, perspicacia, matiz y
profundidad a los eventos o figuras que se nos presentan a la vista.
Y es por
esto, por lo que decidimos colaborar con esta columna, después de un amplio
debate sobre una de esas figuras en cierta manera trágica, en cierto modo
polarizadora, y en muchas formas controvertida: Genaro García Luna,
exsecretario de Seguridad Pública del 1º de diciembre de 2006 al 30 de
noviembre de 2012. Ahora bien, con lo que estamos escribiendo, no queremos
exonerar a García Luna ni pretendemos declararlo inocente. Esa tarea es un
trabajo técnico que le corresponde a un jurado que en su momento evaluará la
evidencia de las acusaciones contra él y escuchará los argumentos de los
fiscales y la defensa. Ponernos a declarar su culpabilidad o inocencia, sin
miramientos al trabajo del sistema judicial que habrá de enfrentar en su
momento, sería más que desaseado, poco ético y poco profesional. Si García Luna
es culpable o no, se dirimirá en donde corresponde y por quien corresponde. Los
demás son posicionamientos a conveniencia, o intentos por sacar una nota o por
adquirir notoriedad.
Lo que
queremos hacer aquí es aprovechar el momento y la figura de un personaje (u
operador) clave como método para plantear una serie de temas que merecen
reflexión, y al cual nos da pie el arresto y juicio de Genaro García Luna. Lo
hacemos así, porque consideramos que la defensa ciega y la condena fácil nos
privan de una excelente oportunidad para examinar lo que un análisis de la
trayectoria de García Luna nos ofrece a manera de metodología para entender qué
es lo que nos ha pasado y lo qué nos está pasando como sociedad, y de lo que
nuestro personaje es fruto, señal, causa y efecto. Si nos abocamos a condenarlo
y desecharlo al proverbial “basurero de la historia” faltaríamos a nuestro
deber ético y a la obligación de preguntarnos qué nos dice su presencia sobre
nosotros como sociedad, sobre el sistema político mexicano e internacional,
sobre nuestra trayectoria, y sobre lo que podemos aprender de ello. No hacer
este ejercicio es equivalente a lavarnos las manos, sentirnos moralmente
superiores y no aprender nada de nuestra propia historia.
Lo que la
situación de Genaro García Luna nos obliga a contemplar hoy son preguntas mucho
más centrales a su precaria condición humana. Analizar su trayectoria habla
de la manera en que se recluta, se entrena y se encumbra a figuras de la
política pública en México; de cómo se definen las prioridades nacionales del
país y el mismo interés nacional; de la debilidad de las estructuras encargadas
del monitoreo de los funcionarios públicos; de la manera en que construimos y
destruimos instituciones; de lo que se hizo mal o se pudo hacer bien en la
lucha contra la delincuencia organizada; de las luchas inter-burocráticas,
puesto que la Secretaría de Seguridad Pública y las fuerzas armadas no siempre
coincidieron en acercamientos y operativos al problema de la inseguridad; del
papel perverso que juegan los Estados Unidos a través de agencias como la DEA y
de su injerencia y presión sobre el gobierno mexicano—quienes además, otorgaron
a García Luna una residencia permanente al concluir su mandato; de la
responsabilidad de los políticos sobre las acciones de sus funcionarios; entre
muchas otras cosas. De todo esto aprendimos durante algunas entrevistas que le
hicimos a García Luna. Aprendimos mucho y creemos que hoy somos más conocedores
del tema de la seguridad por haber hablado con él, independientemente de lo que
le suceda en el futuro.
Tratar de
comprender el avance del Cartel de Sinaloa y la penetración de la delincuencia
organizada en las estructuras policiales, enfocándonos en un sólo personaje
después de declararlo como presunto culpable, obscurecería nuestro
entendimiento sobre la justicia criminal en México. También perderíamos de
vista la verdadera responsabilidad en este caso de otros servidores públicos y
principalmente del gobierno de los Estados Unidos. Así, se construiría una
cortina de humo. La protección al narcotráfico en México no se brinda a través
de un sólo funcionario público que recibe sobornos millonarios y opera sin
socios. Debemos entender que hablamos de todo un sistema y de una red compleja
que involucra a múltiples actores nacionales y transnacionales. No es lógico
pensar que el avance del Cartel de Sinaloa o el del Cartel Jalisco Nueva
Generación (CJNG) más recientemente, se dan exclusivamente por la corrupción
extrema de un sólo hombre. No se trata de una serie televisiva de policías y
ladrones. Genaro García Luna no es en la realidad “Conrado Sol” de la serie “El
Chapo” de Netflix. La protección a una estructura criminal y de tráfico de
drogas de ese nivel y de alcance transnacional como la del Cartel de Sinaloa o
el CJNG, requiere de todo un andamiaje extra-institucional e incluso
institucional, además de una red que sobrepasa nuestras fronteras.
Finalmente,
no humanizar y dejar de estudiar a Genaro García Luna por lo que fue y por lo
que es, es perdernos de una oportunidad valiosa para aprender de nosotros
mismos. Es como si se hubiese dicho en Estados Unidos: No hay que escribir de
Richard Nixon; “sólo hay que echarlo al basurero de la historia”. Y con eso,
ese país se hubiera perdido un importante ejercicio de auto-reflexión sobre su
sistema presidencial, la corrupción a la que puede ser sujeto, y la importancia
del auto-gobierno que exige la presidencia casi imperial de esa potencia. De igual forma, si Truman Capote
hubiera sentido resquemores moralistas, no hubiera pasado días entrevistando a
los asesinos que dieron origen a su famosa novela titulada In Cold Blood (“A
Sangre Fría”), que obtuvo un premio Pulitzer.
Hoy vemos
que la historia misma se encuentra en disputa alrededor del mundo, con estatuas
cayendo por doquier. Personajes que una vez fueron venerados como héroes y
narrativas históricas que justificaron la segregación racial y la explotación
de los pueblos por siglos se ponen ahora en duda y muy probablemente serán
colocados en el lugar que les corresponde. Esto no hubiera sido posible si no
hubiese ya una conciencia clara, no sólo de lo que sucedió y quién lo hizo,
sino de lo que representa haber escrito la historia de esta o aquella manera.
Es decir, se
aprende de todo—de lo bueno y de lo malo. Y querer borrar algo o a alguien de
la historia por rencillas, rencores, odios, resentimientos, o simplemente por
falta de criterio—especialmente a alguien como García Luna—es perderse de una
importante oportunidad para reflexionar y aprender de la historia misma; es
privarse de la oportunidad de capturar el pasado para moldear el presente y
redirigir el futuro. Exhortamos a todos a leer desapasionadamente la historia
de este hombre y otros que fueron cercanos a él—como el mismísimo Omar García
Harfuch. No hacerlo es violentar nuestro propio intelecto sólo para sentirnos
moralmente superiores y justificar nuestra propia incapacidad para hacer
análisis más complejos.
* Tony Payán
es Director del Centro para los Estados Unidos y México del Instituto Baker en
la Universidad de Rice (Houston, Texas) y profesor-investigador en la
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ).
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