Salvador Camarena.
Los procesos electorales en México son imperfectos. El dinero
'bajo la mesa' que se mueve en los comicios puede superar quince veces el monto
legal (Casar & Ugalde dixit). Y a pesar de eso, en 2018 los candidatos
presidenciales perdedores llamaron prontamente al ganador, haciendo de esa
jornada lo más parecido a un día ejemplar en un país donde sólo 30 años antes
la elección de presidente derivó en una crisis nacional tras la famosa 'caída
del sistema'.
El sistema electoral de nuestro país está compuesto por cinco
columnas. Un padrón electoral confiable, un sistema de partidos lleno de
regulaciones, dos instancias para articular los procesos y dirimir conflictos
–INE y el coloquialmente llamado Trife– y miles de ciudadanos que en cada
jornada de comicios montan casillas, reciben, cuentan y reportan los votos de
otros ciudadanos.
Esos elementos del sistema carecerían de sentido si la
ciudadanía se desistiera de participar el día de las elecciones, si los
votantes creyeran que sus vecinos, esos que pasarán un larguísimo día esperando,
con lluvia o calorones, votantes y resguardando las boletas y las urnas, se
prestan a una farsa, a una trampa prefabricada en la que no vale la pena
involucrarse.
Las elecciones en México son muy caras, demasiado quizás en
un país con tantas carencias. Sin embargo, el verdadero valor de la democracia
mexicana reside en la confianza ciudadana en los comicios, que se ha construido
en tres décadas.
Para cuidar tal confiabilidad se ha llegado, incluso,
polémicamente, a despedir a integrantes del ex-IFE hoy INE, a cambiar la ley
tras procesos electorales disputados, a ceder ante reclamos de quienes han
perdido, a una mejora continua de un proceso siempre imperfecto e imposible de
blindar al cien por ciento frente a políticos que se afanen en burlar las
leyes.
Esos cambios de funcionarios, en la manera de elegirlos o en
sus atribuciones, e incluso de las leyes electorales para auditar las campañas
y su financiación, han sido relevantes, pero lo esencial de nuestra democracia
sigue siendo que el control de la jornada electoral está en manos de no
funcionarios. Los votos van de ciudadanos a ciudadanos.
A unos meses del arranque de un nuevo proceso electoral
federal, el presidente de la República Andrés Manuel López Obrador, elegido en
un proceso electoral sin impugnaciones, ha manifestado que quiere convertirse
en un vigilante activo de las elecciones y, sobre todo, de actores como los
gobernadores o los funcionarios del INE.
Con esas expresiones, el jefe del Estado mexicano renuncia a
su deber de no interferir en procesos partidistas. Pero, más importante aún,
siembra cizaña sobre la esencia del juego democrático: la confianza. Al
vapulear al INE, el Presidente no repara en que las víctimas de su suspicacia
no serán sólo los consejeros, sino sobre todo las elecciones que, otra vez,
tienen un doble y esencial componente ciudadano.
La explicación más lógica para tan irresponsable proceder es
que AMLO tiene miedo de perder las elecciones el año entrante, ciclo en el que
se renovarán la Cámara de Diputados, quince gubernaturas y cientos de
presidencias municipales.
Otra explicación podría ser que el Presidente busca
intimidar, con todo el poder de su investidura, al árbitro y a los otros
jugadores. Es decir, quiere influir –por miedo o por irresponsable– en los
procesos en los que ya no va a ser candidato.
Una tercera hipótesis: Andrés Manuel nunca perdona lo que
considera agravios. Y como no pudo ganar en 2006, por lo que haya sido, es
incapaz de contenerse y pasar la página. Así que machará al INE porque su
recelo es mayor que su estatura.
Sea cualquiera de las causas, la víctima de este proceder no
son las instituciones electorales o los funcionarios de las mismas. El mayor
daño, acaso irreversible en el corto plazo, que el mandatario podría causar, es
que menos gente confíe en las elecciones, que electores renuncien a votar, que
ciudadanos pierdan interés en participar en la captación y conteo de los votos.
México ya no vive en 1988 ni en 2006. El triunfo de AMLO,
paradójicamente, habría ayudado a que algunos recobraran la fe en el sistema
electoral. Y eso que se ganó, con mucho trabajo de muchos (incluidos compañeros
de batalla del tabasqueño), hoy el Presidente busca vapulearlo. ¿Por qué?
Porque no le gustan las instituciones ni la ciudadanía. Así, con todas sus
letras.
Le gustan las clientelas y los militantes. Le disgustan los
libre pensadores (como él les llama) que, dejando sus filias lejos, se juntaban
esos domingos de elecciones a montar casillas y urnas para que otros confiaran
en que los votos se contarían puntualmente y que resultaría ganador aquel que
hubiera logrado convencer a más votantes, dijera lo que dijera el Presidente de
la República. Contra ellos va el ataque.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario.