Julio Astillero.
Hoy iniciará el Presidente de México su primer viaje
internacional. Lo hará a una especie de destino manifiesto: la Casa Blanca, la
sede del poder que en términos geográficos y políticos ha condicionado,
distorsionado o truncado en demasiadas ocasiones (no todas violentas) el curso
de las decisiones nacionales mexicanas.
El anfitrión, Donald Trump, parece el menos deseable, pero en
esencia no es diferente, más que en modos, de lo que han sido los otros
presidentes de Estados Unidos respecto a México. El visitante, a su vez,
llegará en condiciones generales muy desventajosas (economía, pandemia,
inseguridad pública y crimen organizado) aunque, al mismo tiempo, con
características y empaque personales que son diferentes a los de sus
antecesores: Andrés Manuel López Obrador es movido por una visión de compromiso
histórico con causas populares que puede ser rebatida o combatida por sus
opositores, pero que, aún en circunstancias de extremo pragmatismo necesario
(como lo vivido con la migra 4T), no parece estirar lo suficiente como para
incurrir en actos de traición a la patria o entreguismo, como algunos de sus
adversarios tratan de achacarle con anticipación.
El Presidente de México llegará a una cita políticamente
peligrosa con la carga a cuestas de un país debilitado por causas actuales (el
Covid-19 y la crisis económica concurrente), pero, sobre todo, por la
acumulación de traiciones a la patria cometidas por una buena parte de la clase
política y empresarial que hoy está en estridencia nacionalista y patriótica.
Voces que hoy se escandalizan por los riesgos del viaje obradorista a
Washington fueron entusiastas concelebrantes de pasadas fiestas de real
entreguismo.
Viajero en avión comercial, huésped de la residencia
correspondiente al embajador mexicano en turno y acompañado de una muy reducida
comitiva, López Obrador cumplirá con las obligaciones que la geopolítica impone
a cualquier poder mexicano y, además, las derivadas de la cultivada relación de
entendimiento con un mandatario estadunidense siempre dispuesto a causar
estropicio en cualquier país.
En el saldo histórico de la gestión de AMLO estarán, sin
duda, las cesiones hechas al depredador del norte, sobre todo en el ámbito
migratorio y en el económico relacionado con el tratado comercial
subcontinental. Como otros presidentes mexicanos, el tabasqueño habrá de
moverse entre el pragmatismo más descarnado y la necesidad de supervivencia de
alguna parte del proyecto llamado Cuarta Transformación, que hoy más que nunca
está en peligro de que un garnucho imperial lo reduzca a la inviabilidad
práctica.
A diferencia de lo que sucedía en otras ocasiones, cuando los
convidados del régimen en turno convocaban a la unidad nacional y a cerrar
filas en torno a la figura presidencial, para darle mejores condiciones a sus
visitas o negociaciones con el poder contiguo, ahora se han cebado contra López
Obrador algunos de sus opositores de élite, despechados, revanchistas, armados
de un fervor crítico que desea el fracaso de la visita a la Casa Blanca e
incluso que el impertinente e impredecible monstruo naranja cometa algún acto
de humillación contra el político al que ellos no han podido humillar en suelo
patrio (aunque anoche se conoció que Trump llamó a López Obrador amigo y hombre
maravilloso).
Por lo demás, la Casa Blanca, con Trump como obvio eje
concertador, será sede de una cena entre relevantes empresarios estadunidenses
y mexicanos, entre éstos, según la lista extraoficial difundida anoche,
Bernardo González (Televisa), Ricardo Salinas Pliego (Grupo Azteca), Carlos
Hank (Banorte) y Daniel Chávez (Grupo Vidanta). Si AMLO da, con Trump como
testigo, garantías de respeto a la inversión extranjera y los mexicanos
encuentran nichos de oportunidad en este replanteamiento, el neoliberalismo
económico se sentirá a salvo de turbulencias electorales y políticas en México.
Ah, y probablemente Emilio Lozoya esté de regreso en México
el viernes próximo, lo cual llevará los reflectores hacia otro lado
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