Jorge Javier Romero Vadillo.
Ha tomado posesión el
demagogo fascistoide en los Estados Unidos y su encono contra México comienza a
materializarse. Sus decretos contra la migración y su decisión de construir una
muralla que proteja a su feudo de la amenaza de los bandidos bárbaros del
territorio vecino, con una lógica medioeval, son la punta de lanza de una
ofensiva que pretende, sobre todo, cerrarle el paso a la producción mexicana
orientada al mercado del norte.
Desde una perspectiva de racionalidad económica, como la que
quisieran que imperara los creyentes del modelo neoclásico, las medidas contra
México en las que se ha empeñado Trump resultan difíciles de entender, pues
resulta contradictorio el objetivo de frenar la migración con el de asfixiar la
producción industrial de México. Con el retiro de proyectos de inversión y el
cierre de plantas, el desempleo de este lado de la frontera se traducirá en una
mayor presión migratoria, que difícilmente el amurallamiento va a lograr
contener, además de que un deterioro en las condiciones económicas mexicanas
tarde o temprano va a afectar negativamente a los Estados Unidos. Sin embargo,
en el corto plazo los efectos del empecinamiento antimexicano del nuevo
Presidente van a resultar catastrófico para nuestro país.
La andanada trumpiana
contra México está mostrando en toda su crudeza la tremenda debilidad del
modelo económico construido a partir de la década de 1990, que reemplazó a la agotada estrategia de
crecimiento basada en la industrialización para el mercado interno, en la que
se había basado la prosperidad de la época clásica del régimen de PRI. El
agotamiento del patrón de desarrollo basado en la protección a la industria
nacional contra la competencia del exterior se debió, fundamentalmente, a que
el salario real de los trabajadores no creció lo suficiente como para que se
convirtieran en consumidores del mercado que se pretendía desarrollar. Los bajos salarios de los obreros
industriales y los ingresos de miseria de los campesinos se convirtieron en
obstáculo para el crecimiento económico.
El cambio de proyecto
económico, promovido por la tecnocracia liderada por Carlos Salinas de Gortari,
quiso convertir el gran defecto del modelo periclitado –los bajos salarios–
en la principal ventaja competitiva de México en el marco de la economía abierta
que se abría paso a ritmo acelerado en el mundo desde la década de 1980. El Tratado de Libre Comercio con los
Estados Unidos y Canadá buscó aprovechar el diferencial salarial y la larga
frontera con el principal mercado del mundo para atraer inversión productiva
que fomentara una nueva etapa de crecimiento.
Los resultados del
cambio de modelo han sido, cuando mucho, mediocres, pues no se generaron tasas
de crecimiento equiparables a las alcanzadas durante la época de auge del
modelo orientado al desarrollo del mercado interno; de hecho, el crecimiento
económico de los últimos 25 años apenas si ha estado por encima del crecimiento
poblacional y si se le suma a este período la década previa de recesión, en
realidad México ha vivido al borde del estancamiento, sin avances sustanciales en la renta per cápita ni mejoras en la
terrible distribución de la riqueza nacional.
El Tratado de Libre
Comercio no resultó la panacea que pretendió Salinas; sin embargo, toda la
estrategia económica nacional de los últimos cinco lustros ha girado en torno
suyo. Las mediocres tasas de crecimiento conseguidas han sido atribuidas, una y
otra vez, a la falta de “reformas estructurales” (fundamentalmente, la
liquidación del monopolio estatal sobre el petróleo) que potenciaran la
inversión. Ahora se ha mostrado claramente que se trataba de un subterfugio y
que la reforma imprescindible del Estado mexicano está en otro lado: en la
construcción de un orden jurídico que deje de ser una ficción aceptada, en la
limitación de la capacidad depredadora de los políticos, en la creación de un
servicio público profesional, no clientelista, en el desarrollo de derechos de
propiedad con certidumbre y, sobre todo, en la eliminación de los obstáculos
para el acceso a la organización económica, social y política.
A pesar de sus
resultados mediocres para el desarrollo económico y social de México, el
comercio libre con los Estados Unidos ha sido casi el único elemento que ha
permitido cierto crecimiento y ha permitido generar empleos, sobre todo una
vez agotada la riqueza petrolera, de cuyas rentas vivió el Estado mexicano
durante las últimas cuatro décadas. Con las esperanzas puestas en la expansión
del mercado vecino, los sucesivos gobiernos renunciaron a impulsar estrategias
de desarrollo que promovieran el crecimiento del mercado interno, pero tampoco
hicieron nada para promover industrias con ventajas competitivas distintas a
los bajos salarios. La catastrófica situación del sistema educativo nacional y
el miserable gasto público en ciencia y tecnología han contribuido
sustancialmente a que el casi único atractivo para la inversión sea la
posibilidad de pagar diez veces menos que en los Estados Unidos por la fuerza
de trabajo.
El portazo que está dando Trump a México muestra
descarnadamente la tremenda dependencia de México respecto a su casi único
mercado exterior y la incapacidad de la economía nacional para subsanar las
tremendas pérdidas que el amurallamiento económico y material impulsado por el
nuevo gobierno estadounidense va a provocar. Sin TLC, o con un TLC renegociado
para peor, México se las va a ver muy crudas, en un momento en el que la
capacidad del Estado para reducir la violencia y garantizar la seguridad se
encuentra seriamente mermada por la descomposición de los mecanismos de control
clientelista del viejo régimen y por el despropósito de enfrentar la crisis de
seguridad con una estrategia militar, en lugar de desarrollar capacidades
estatales basadas en las competencias técnicas de los cuerpos de seguridad y en
el fortalecimiento de un orden jurídico que brinde certidumbres generales.
El decadente Estado
mexicano, con sus altas dosis de corrupción e ineficiencia, va a resultar muy
endeble frente a la crisis que se avecina. Y lo peor es que no se vislumbra en
el corto plazo el surgimiento de un liderazgo colectivo capaz de encabezar el
proceso de renovación institucional necesario para hacerle frente a la
catástrofe.
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